Ya no creo en la lámpara maravillosa, pero genios haylos. He leído en La Opinión de Málaga que un estudiante de nuestra universidad se coló en el sistema informático del departamento de Matemáticas Aplicadas de la Escuela Politécnica Superior para cambiar su nota y la de unos amigos –presuntamente-. Se parece mucho al argumento de una película americana de sobremesa. Y, como en ellas, el final lo pone la moralina: lo han pillado. A mí, más que pena, me produce satisfacción que no se haya salido finalmente con la suya, puede que por ese mal corrosivo que nos inunda cuando el beneficio ajeno no es repercutido en el ombligo propio y, que solemos llamar envidia. O a lo mejor, es que estoy madurando y me gusta que la ley se cumpla siempre, hasta en los espacios sin humo.
Al chico presunto -de jamón portugués-, lo ha debido de tentar otro de esos pecados transparentes que según como te pillen, consiguen que te sientas como un buen samaritano o como una regularcita (roja) persona: la avaricia. La avaricia es eso que te hace dudar un instante cuando te beneficia el cambio mal dado. El orgullo que suele proporcionarte aclarar el error con el de la tienda de abajo suele superar el mal rollo de aumentar tu fortuna en unos céntimos, por más pobreza que te acompañe por culpa de los paquetes tóxicos bancarios. El problema de la avaricia es que siempre te pone a prueba, a través de un precio. ¿Cuál?, depende. Los hay como en el chiste, que no se venden por nada, y que además de libidinosos salen baratos, pero son los menos. Yo recuerdo la primera vez que me dejé embaucar por esa oscura tentación, en los apartamentos de verano. Fue con un reloj de pulsera Orient, que protagonizaba el dibujo de un karateca en el anuncio de una tele sin antena colectiva y UHF. Para usarlo tenía que levantar el brazo y me caía al hombro. Lo devolví porque no me servía para nada y aprendí que no hay cosa más difícil de esconder que lo que no tiene su sitio.
Al leer la noticia de este estudiante de la UMA capaz de desentramar códigos y contraseñas para subirse la nota, he recordado también el día que en la Plaza Murillo Carreras, en mi barrio, un cajero expendía billetes de cinco mil pesetas cuando se le solicitaban dos mil. Había cola. Yo no tenía tarjeta ni asomo, por edad y pobre buena familia y casi lloré de impotencia ante tal desproporción de pérdidas por mi mala fortuna. Pero el pillo, si es inocente, nunca gana, y me tuve que reír cuando me enteré de que tuvieron que devolver en dos santiamenes hasta el último de sus suspiros; violinistas en el tejado.
Al alumno de la UMA y a dos de sus amigos, la avaricia les puede salir muy cara, ya que se enfrentan a penas que oscilan entre dos y cuatro años de cárcel por ser los supuestos autores de un delito de descubrimiento y revelación de secretos por acceder sin autorización a datos informáticos de la Universidad de Málaga con el fin de falsificar sus notas. Espero que si se demuestran los hechos aprendan la lección –nunca mejor dicho- pero que el castigo que se les imponga no sea contraproducente por excesivo. Yo conozco algún político malagueño que se pone a sí mismo la nota de su gestión y la anuncia a bombo y platillo sin que se le acuse de ningún delito por sobrevalorarse tres distritos. Porque puede. Ahora que lo pienso, tal vez sí, de pecado de soberbia. ¿Se imaginan el titular?: “piden cárcel a tres concejales por falsificarse las notas”. Tal vez en Suiza. Puede que en Islandia.
Si me encuentro un maletín lleno de billetes de 500 euros, los devuelvo.