Hoy se cumplen dos años desde la última –penúltima y toco madera- victoria electoral de Don Francisco de la Torre, y anteayer aprovechó la ocasión para hacer un balance subjetivo de sus trajines. Se encanta. Hubo partes del discurso dedicadas a hacer un tratado de paramnesia, que probablemente plagió de sí mismo. Me refiero al auto halago que apunta a su don de convertir en oro todo lo que toca, que si no ha bautizado algún psicólogo bonaerense hasta ahora con otro nombre científico menos original, me arrogo la potestad de apadrinarlo como síndrome del rey Midas con chorizo, en atención a la Corte de asesores que rodean a nuestro buen hombre y mejor gestor allá donde va, saluda y se vuelve.
Pues, sí, como ya hizo el curso pasado, cumpliéndose un año de mandato, nuestro alcalde volvió a pontificar sobre ese poderío connatural que cree que lo envuelve en sus quehaceres a la hora de tocar con eficacia: «no hay aspecto que toquemos donde no se hayan producido avances», dijo, con solvencia. Lo podíamos subir a la torre de la Casona, que no sé si la hay, a ver si tocaba la cúpula y nos regalaba un Taj Mahal, más turístico que la Manquita y que atracase, perdón, que atrajese a turistas con mayor poder adquisitivo que los cruceristas, que tras tanto revuelo de muelles y carrefoures, va a resultar que sólo se dejan 62 euros de media –pone de media porque soy muy fino-.
Aunque si nuestro alcalde se subiera a su nuevo Taj Mahal del parque, me da a mí que, allí se quedaría, posiblemente. Si lo dejaran, sin duda que sí. Arreglando las nubes de algodón, para no despertarse en un mal sueño, que no se merece. Este hombre no pisa ya el suelo por miedo a que lo que sospecha, no sea una pesadilla. Me temo. Por su propio pie, no. No quiere, disimulando. Hace como si se imagina otra cosa donde sólo hay cada vez más paro, cada vez más pobreza y cada vez menos umbrales para medirla.
Dice el alcalde que si alguien regresara a Málaga después de muchos años, reconocería sus avances. Qué triste sería. Espero que se equivoque. Que tuviese que ser el que la conoció peor y no el que la vive cada día el que percibiera esa prosperidad, sería el peor síntoma de su incipiente decadencia. Cuanto más haya que retrotraerse para reconocerla joven y en crecimiento, más habría que rezarla. Desde lo más profundo de su filoxera, cada vez más jovial, más cosmopolita, más abierta. Que así siga siendo y no venga a desdecirnos, en nuestra huida hacia adelante, ninguna memoria nostálgica a medio plazo. Ojalá.
El alcalde el otro día leyó de carrerilla nueve folios de datos sobre sus triunfos. Unos toquecitos mágicos dorados acerca de sus logros. Yo creo que todo va tan bien como él afirma. O que a él le va tan bien como desprende de su propia valoración sobre sí mismo. Al fin y al cabo, si algún privilegiado hubiese en esta ciudad sería el que disfrutara tanto de su trabajo y de lo bien que lo hace. Él se pone una nota alta. Yo, sinceramente se la subo. Un sobresaliente. Y un auto de fe. Un Ferrari, si pudiera…
Pero que nos toque pronto algunas cosas –no lo digo-, que estamos necesitados de curanderismo e imposiciones de manos santas desde los rascacielos de Repsol hasta las profundidades del Astoria, sacados de una larga lista de al menos otros nueve folios de infortunios intocables, por ahora. Tóquelos pronto, Don Francisco. Por el cuento que nos trae.