Antes que nada, debo confesar que no he sido un lector fiel de José Luis Sampedro. Leí La sonrisa etrusca y no terminó de atraparme. Cosas del momento vital, supongo. Sin embargo, siempre me ha alegrado encontrármelo en algún debate, tertulia o entrevista, diciendo esas cosas que a los ciudadanos de a pie nos parecen tan lógicas y a los que nos gobiernan, meras utopías.
En 1995, cuando España era aún euroeufórica, José Luis Sampedro anticipó que “Bruselas no es una verdadera comunidad de pueblos; es un centro de negociación”. En aquellos momentos se debatía el Tratado de Maastrich, algo tan sesudo y técnico que, aunque se nos invitó a refrendarlo con nuestro voto, pocos ciudadanos europeos nos molestamos en desentrañar; ni siquiera en llegar a leer. Votamos a ciegas. Años después, aquella frase que a mí me pareció más bien enigmática, terminó cobrando sentido, y si en algo nos consideramos una comunidad los ciudadanos europeos es en el desencanto.
Como tantos de nosotros, José Luis Sampedro arañó, durante décadas, el tiempo para sus escritos literarios al sueño y al descanso. Sus enemigos dirán que había zonas oscuras en su biografía. Vivió la Guerra Civil en el bando Nacional, tras abandonar el Ejército Republicano. Consumió su vida profesional trabajando en el Banco Exterior de España, del que llegó a ser subdirector, y sacó Económicas, pese a que hubiera preferido estudiar Filosofía y Letras, con premio extraordinario, consiguiendo después una cátedra en la Universidad Complutense. Cuando la Universidad empezó a revolverse contra el régimen franquista y los primeros profesores fueron despojados de sus cátedras, Sampedro se exilió voluntariamente a Inglaterra y Estados Unidos por consejo de Tierno Galván, uno de los represaliados.
No fue hasta que la literatura le dio notoriedad cuando Sampedro empezó a decir cosas incómodas acerca de las políticas neoliberales. Ya convertido en abuelo venerable, con barba blanca y gafas profesorales, protegido por el éxito de sus novelas, se sintió libre para dar sus opiniones sobre un sistema, el capitalista, que conocía demasiado bien. «Hay dos tipos de economistas; los que trabajan para hacer más ricos a los ricos y los que trabajamos para hacer menos pobres a los pobres», decía.
No sé en qué medida fue consciente Sampedro del aliento que sus palabras supusieron para muchos ciudadanos anónimos. Gente que, incluso consciente de la escasa capacidad individual para cambiar las cosas, decidieron participar en tal o cual protesta atendiendo a la fortaleza ética de su discurso. No hay sólo una manera de hacer las cosas. No es verdad. No hay ningún motivo, por tanto, para el conformismo. Frente a la injusticia de un sistema que no da preeminencia a las personas, sólo cabe la indignación. Y si es algo que ya se ha asumido socialmente, en buena medida se lo debemos al ahínco de este viejo profesor.
José Luis Sampedro no será recordado como el mejor economista de la clase. Tampoco como el mejor escritor. Puede que nadie lo conmemore de aquí a 20 años. Quería «irse» de «manera sencilla y sin publicidad» y su deseo se cumplió el domingo pasado. Lo único que nos quedará de él será que a los más pobres nos habrá hecho menos pobres para siempre. Nos devolvió lo más valioso que perdimos, la dignidad. Y será difícil que aprendida la lección, nadie consiga, de nuevo, arrebatárnosla.