Una bolsa de ná y otra de pipas

3 Abr

Las tempestades multitudinarias de alborozo malagueño callejero dejan siempre un rastro de inexplicable inmensidad en la calma que, quien no entiende de poesía, confunde con basura. Pero yo no creo que sea sólo eso. Lo que un lugareño de raza despacha en la calle diariamente no es tanto un simple cúmulo de desperdicios, como su propia esencia, labrada durante más años de práctica que una buena barriga victoriana, malagueña y exquisita. Málaga no destaca por la limpieza de sus calles, no. Pues cuantos más nos juntamos a callejear, más lo impregnamos todo de esa idiosincrasia.

Aquí se marca el territorio de las grandes ocasiones para demostrarse solidarios en el ocio porque a nosotros lo que nos gusta es que seamos muchos. Prevalece la cantidad. Por eso salimos a la vez y vamos a los mismos sitios cuando sabemos que será difícil abrirnos un hueco de calidad. De hecho, lo consideramos una prueba fehaciente de que nadie nos gana en el uso de la pandereta compartida. Si estamos todos ahí es porque lo que sea es lo más divertido del mundo en comandita. Por eso, la lata de refresco arrugada, la cascarilla, la bolsa blanca de aire o la botella de plástico vacía, abandonadas en el suelo, no son sólo basura sino, también, una manera de contabilizar gentío cuando la fiesta acaba. Va por ristras, en paralelo, si estamos contando a los que estuvieron en la Alameda, o en espiral, cuando los aglomerados se apretujaron alrededor de una plaza. En ambos casos se computa por montones, a ojo, y según se considere aumentada la inmundicia a tanto alzado, mayor habrá sido el éxito de la hazaña festiva y peor nos habrán tratado en Canal Sur o Televisión Española por no difundirlo como portada de lo inigualable.

La mugre aparece cuando nos vamos. Sin duda y sin querer. Casi por generación espontánea. ¿De dónde saldrá? Porque sucios no somos, que quede claro. Y menos aún, guarros. Lo que ocurre, si acaso, es que nos cuesta concentrarnos, por el calor mediterráneo. Somos despistadillos, generalizando malamente. Algunos arramplan con los mecheros de los amigos, otros se quedan con los bolis sin darse cuenta… Pues a los malagueños, lo que nos pasa es que tiramos al suelo calle abajo lo que no nos sirve, por distracción y sobre todo, porque nos sentimos tan a gusto dando un paseo como en casa.

No obstante lo dicho, y teniendo en cuenta la condición turística que nos viene dada por lo insuperable de nuestro gracejo nativo, pudiera ser que esa suciedad connatural de nuestras calles -en la que algo tendremos que ver- fuese mal interpretada por algún viajero, excursionista, visitante, guiri o bien amado crucerista. Que nos considerasen tan marranos como nuestras avenidas sería una cochinada. Decía mi amigo José María Palmero que no era más limpio el que más se lavaba sino el que menos se ensuciaba. Yo creo que nuestro querido alcalde piensa igual. Nos pide que como va a recortar 6 millones de euros en Limasa y que, por tanto, cada día habrá 307 trabajadores menos en las calles (un 30% de la plantilla), manchemos menos, para quedarnos igual. O sea, que tiremos, por favor, un 30% menos de porquería al suelo. No sé yo… Mi amigo es de Ávila. ¿Será nuestro alcalde de Ávila?

A propuesta inocente, se me ocurre otra. Yo dejé de hacerme pipí en las piscinas porque creí que saldría un colorante naranja que me señalaría. Una leyenda urbana de ese calado podría ser más efectiva, Don Francisco. Por ejemplo, el que tire un papel al suelo recibirá un chorrito de pintura amarilla a través de un mecanismo secreto instalado en lugares estratégicos… ¿Qué le parece? A ver si entre todos, incluyendo las propuestas de parvularios, solucionamos el problema.

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