La Diputación Provincial ha creado un nuevo distintivo de calidad alimentaria que pretende añadir un plus de identidad a los mejores productos malagueños. Así se puso de manifiesto la semana pasada durante la presentación de “Sabor a Málaga” en sociedad, durante una gala didáctica e interactiva en la que, entre otras, se instruyó a los asistentes acerca de los colores de las cosas. Por ejemplo, el presentador elegía a un involuntario cómplice entre el público y le preguntaba de qué color era la tierra. Como pista, se encendía un cubo marrón con el logo de la marca y el espectador, protagonista forzoso, acertaba. Afortunadamente, ofició de maestro de ceremonias un gran profesional del periodismo, Adolfo Arjona. No podría entenderse de otra manera que el espectáculo, en vez de bochornoso, resultara solamente extravagante, teniendo en cuenta, sobre todo, que el que respondía no era un chiquillo de diez años, coloradito de vergüenza, sino todo un hombretón de campo con más de medio siglo a cuestas muy bien curtidos por el sol -¡amarillo!-. La anécdota daltónica de la jornada la puso un señor extranjero, de los extranjeros malagueños de toda la vida, que se negó a llamar azul al mar por más logos azules que se le encendieran. Era verde grisáceo, repetía, con razón y cabezota, hasta que le quitaron el micro. Como a Fernando Rueda, el que dio fuste al acto. El único que me hizo entender lo que dos vídeos, una canción de Javier Ojeda y un discurso de Elías Bendodo, no. Que “Sabor a Málaga” era algo que teníamos, algo que somos y algo de lo que deberíamos sentirnos orgullosos. No obstante, alguien pensó que sus cinco minutos eran demasiados y nos dejó con su miel –de Colmenar- en los labios.
Después, durante el catering, abundante como el de los buenos tiempos y sufragado por los productores para que no pueda criticarlo y sí agradecerlo, recompuse las piezas del vídeo de los grandes generales con tomas aéreas de malagueños famosos, supuestamente comiendo, en supuestamente un cortijo, para llegar a la conclusión de que los objetivos del “Sabor a Málaga” de la Diputación son mejorar la promoción nacional e internacional y fomentar la comercialización de los productos alimentarios autóctonos, lo que está muy bien en los tiempos que corren. Que los productos alimentarios se conviertan en productos alimenticios para los 40.000 malagueños que se dedican a la industria agroalimentaria sólo puede ser bueno. Un debe a todo esto, por quejarme de algo, sería conocer por qué no se hizo antes, cuando éramos ricos. Ahora que no tenemos dinero, poco para promoción habrá. Imagino. Pero, quizá, la respuesta, esté en la única pregunta retórica que lanzó el señor Arjona desde el escenario y que sin ayuda de los logos de colores, no supimos afrontar unánimemente: ¿A qué sabe Málaga? Ahora no sé, depende, pero hace cinco años, seguro que a rancio: a ladrillo y pelotazo. Poco de lo que presumir, aún menos apetitoso y ni mijita de emocionante.
Más vale tarde que nunca, está claro. Jacobo Florido y Elías Bendodo, personalmente, han apostado por lo malagueño en la mesa y yo me apunto, gustosamente. No es mal plan: aceite del Molino de Monda o de Fuente de Piedra, el pan de horno de leña de la Curruca de Coín, una copita de Botani y unos boquerones, el chivo de Charo en el Coso de San Francisco de Antequera, la miel, las castañas, el queso de cabra, los cítricos, el aguacate, los embutidos, las aceitunas, los dulces… Si son malagueños, mejor.
Fernando Rueda recordó en el acto una cita de Manuel Vázquez Montalbán “un pueblo que no bebe su vino y no come su queso tiene un grave problema de identidad” y sería bueno que tomásemos nota.
Ojalá que Málaga no nos sepa nunca a resignación.