Pues ya ha pasado medio festival y nada se ha roto. El público responde, o al menos se pasea y mira, que ya es algo. Lo del sábado fue una marabunta de Noche en Blanco. Papás, mamás, bebés y carritos paseaban las calles alfombreteadas de ocio cultural y los solteros y parados llenaban las terrazas del Centro. Por la cantidad, podría compararse con una tarde de feria. Pero no, olía bien y la gente iba vestida y sin un litro de alcohol en la mano. No sé si fue el Festival o la excusa que puso el marido para poder ver el fútbol de pago en la calle pero, para como están las cosas, la aventura de salir a integrarse en la fiesta, funcionó. Fue un éxito rotundo, para qué medias tintas. Aunque, siendo remilgado, un debe: ¿el ahorro del día de menos habrá compensado lo que han dejado de ganar los empresarios –turísticos- de la hostelería? Un viernes es un viernes. Digo yo que se podría hacer como en las grandes competiciones deportivas, un día de descanso en medio para que periodistas, azafatos y floreros vean a la familia o se tumben a la bartola –o a quien puedan-. Si ocho días de festival nos cuestan 1´7 millones a los malagueños, ese viernes eliminado, sumando con los dedos y sin titulación económica que me ayude a afirmarlo, nos habría costado otros 200.000 euros. Que, ya sé, nunca hemos visto ni en fotos. Que sí, que eso no lo que ganamos ni en quince años si no nos contrata el Ayuntamiento o la Diputación como cargo de confianza. Pero que repartidos entre tantos pobres y dignos como somos y estamos, con el chaguarma de los niños y el botellín de agua inevitable, lo hubiéramos pagado, de largo, en los bares. Y que no hay que mezclar churras con merinas, vale. Que una cosa es lo que se gasta el Ayuntamiento con nuestro dinero y otra lo que recauda la empresa privada con lo que gastamos, también. Pero entonces, que no nos vengan con que la millonada que se invierte en nuestro deficitario Palacio de Ferias y Congresos, por ejemplo, se compensa con lo que se recauda en la ciudad gracias a los gastos de los congresistas que nos visitan. ¿O no es lo mismo? No será.
Volviendo al cine y sus multitudes malagueñas y festivaleras, creo que este, por fin, será recordado como el primero de Málaga. Hubo diez o doce Festivales de Cine de Madrid en Málaga, después otro par de Festivales de Cine español y ya, haciendo honor a su nombre, uno, este, primer Festival de Málaga. ¿Por qué lo digo? Porque ya sí, parece, tiene su impronta malagueña. Porque lo hace la calle. Porque se ubica. Porque la gente entra, mira, toca, huele y hasta se compra bonos de descuento. Porque es de cine y de cine español. Pero en Málaga. Con su sol, con su acento, con su gastronomía. Esa personalidad propia que se intentó evitar al principio, esa frialdad que daba preeminencia al hecho cinematográfico y que apartaba del camino todo lo que pudiera confundirse con la idiosincrasia malagueña, afortunadamente, se ha perdido. Ya no da vergüenza de Málaga. Antes se encerraba a la élite famosa del cine en sus fiestas privadas, se les servía canapés de alta cocina, se les trasladaba en coche oficial a la farmacia, se les hacía una foto y se les empaquetaba de vuelta a casa. Ahora se les trae y se apañan. Porque no hay dinero, porque la producción es caótica o porque Caneda se ha empeñado. Yo no lo sé. Pero se cruzan con las gritonas tras las vallas, comen pescaíto frito y pueden acabar perdidos en algún antro nocturno, encantados de habernos conocido. Pero, aún siendo la base, ya no son el fundamento. El Festival son los malagueños que van al cine, comentan las pelis en las terrazas de los bares y guardan en la memoria telefónica una colección de fotos y abrazos con falsos desconocidos. Un festival de verdad que, con mejores películas -no se pierdan a Antonio Dechent en “A Puerta Fría”; ni al cine malagueño, que ya no está vetado: “12+1 una Comedia Metafísica”- podría convertirse en lo que se empeñó en ser y no pudo.
No hay otra: este festival Carmina o Revienta.