Yo estaba acongojado, por decirlo finamente. La huelga general que auguraba Rajoy en secreto finlandés me hizo recordar a mi abuela un 23 de febrero, haciendo acopio de todas las latas de sardinas que había en el Spar de abajo. Creo que fue a mediados de julio de aquel año cuando una vomitera me libró de seguir consumiéndolas hasta navidades. Pero, con lo del desliz presidencial, ya me veía de nuevo en otra parecida, dando rienda suelta a un impulso genético que me incitaba a planificar una vía rápida de acceso al Eroski del barrio para que, en caso necesario, pudiera subirme todos los mejillones a casa. Pero no ha sido para tanto. La reforma laboral de la que hablaba el Presidente del Gobierno en la intimidad, en susurro castellano y pillín, que no en catalán, casi nos ha dejado a todos indiferentes. Es simplemente una reforma rancia, menos liberal que conservadora, paternalista y limosnera a partes iguales y que lo que pretende es la vuelta del jefe señorito y un cambio en el trabajador para convertirlo en empleado. Poca cosa. De nuevo, como en la España en blanco y negro, el que emplea será un hacedor de favores y el que los recibe, un amigo, dispuesto a invitarlo a la boda de su hija y sentarlo en la mesa presidencial para que diga un discurso. El jefe volverá a ser el hombre justo que vive bien, de moral íntegra e intachable, capaz de pagarle un médico bueno al hijo de su pechero con tos fea y que decidirá el horario, el sueldo y los favores que pretenda exigir a cambio. Y el obrero botará contento, sin remedio, cumpliendo la obligación por decreto ley de hacerle la pelota.
Los vanguardistas del PP han cambiado la reforma del S.XXI que suponíamos, por esta otra, más cercana a la nueva cultura de austeridad, toros y botijo de la que están haciendo gala desde que llegaron. Me esperaba, asustado, la deshumanización norteamericana, la del despido libre y la caja de cartón a cuestas, y me encuentro con el convenio a conveniencia del jefe, la que da todo el poder a la conversación de despacho en la que el director general llama Pepe al currante y le explica que como la cosa va regu, ha decidido bajarle el sueldo en vez de despedirlo, por razones humanitarias.
Esta reforma del PP se encamina a que no se destruya más empleo en vez de a que se cree. Flexibiliza la relación laboral en el sentido de que el empresario tenga opciones de mantener a un trabajador a menor coste salarial antes de verse obligado a despedirlo. No abarata el empleo, lo que abarata es el sueldo y, en menor medida, pero también, el despido. Y digo que en menor medida, porque buena parte del trabajo ya se lo hizo el PSOE el año pasado. Lo de los 20 días al año, es cosa social demócrata zapaterista. Le dejaron el camino hecho a estos de la derecha que nos gobiernan ahora, que lo único que se han inventado es lo de las posibles pérdidas embarazosas, o sea, a nueve meses vista.
Pero lo que más llama la atención de esta supuesta reforma liberal es que no abarate el empleo, salvo mínimas excepciones. La única justificación a esta pata coja en el abecedario económico neoliberal es que no hay dinero para poder reducir las cuotas a la Seguridad Social. Se inventa así un artificio extrañísimo por el que un menor de 30 años que esté cobrando la prestación por desempleo, al ser contratado, pueda seguir percibiendo el 25% de la misma y la empresa contratante, el 50% de lo que le restaría al parado por cobrar. Todo este follón para ahorrarse el Estado un 25% de la prestación por desempleo que se ganó el chaval a pulso, cotizando.
Esta reforma chapucera no sirve a corto plazo, según los mismos que la han propuesto, ni a largo, pues no cumple ni con las premisas liberales que apuestan por el abaratamiento del contrato. Nos queda el medio plazo y rezar, quien sepa. O, si no crees que los trabajadores estén dispuestos a soportar que se les utilice como cobayas macroeconómicas, bajar al súper en cuanto puedas.