Para beber no hace falta divertirse

11 Ene

La vida es ocio y los sueños, sueños son en la ciudad con más parados de nuestro entorno. Se acabó la Navidad y contraataca el señor Caneda con un titular para feriantes, allanando el camino a los que no les queda más remedio que ocupar su excesivo tiempo libre de alguna forma de aquí a agosto. Dice que el Ayuntamiento eliminará las casetas del Centro durante la Feria de Málaga en su pertinaz lucha contra el botellón de los descamisados. Su remedio contra el caótico achispamiento general se traduce en apartar de la vista pública a los desorientados pero, sobre el caos no se pronuncia. A los arapahoes malagueños se les quita el agua de fuego en la calle y a cambio, se les deja que deambulen libremente por el desconcierto con opción de incluirse, si lo desean, en el folclore que pretende impulsar a base de apretujones en los huecos que queden libres. Se trata de impostar el folclore por decreto, de 10 a 16h, como si no tuviera que ver con la tradición sino con un ánimo de disfrazarse con él en un momento determinado.
¿Cuáles son las tradiciones malagueñas que perviven en el acervo popular? Ninguna. La biznaga, el cenachero, las jábegas o el flamenco son nombres para publicaciones, comercios de hostelería o premios institucionales. De la idiosincrasia se lo llevaron hace tantos años como vanguardistas nos pretendemos desde entonces. ¿Qué se puede festejar en una ciudad sin afán consuetudinario, sin el orgullo histórico de asumirse fenicia, romana o musulmana? Nada. Sólo nos queda convertir a nuestra feria en una Noche Vieja de diez días a pleno sol sin aparente causa y con un único objetivo de obligado cumplimiento: divertirse como sea. Realmente, somos hijos de Torremolinos por culpa de la segunda filoxera, la política que se llevó nuestras raíces a cambio de los servicios al turismo.
Málaga fue marinera, tertuliana, aburguesada incluso en el sentido menos peyorativo que se pueda uno imaginar, el relacionado con el arte, la cultura o el pensamiento. Pero de toda esa parte de nuestro devenir, sólo queda un icono picassiano de la década de los setenta que poco tuvo que ver con el pintor y que hemos sentado en un banco de la Plaza de la Merced para adorarlo. Y de la generación del 27, tan propia, ¿qué nos queda? Charlas literarias aburridas para un aforo de quince personas en el salón de actos de calle Ollerías, espléndidas publicaciones arrinconadas en algún almacén de la Diputación y varios premios literarios para cumplir el expediente.
El folclore es propio y sale solo –y sólo- de las entrañas. No es una cita al año por decreto, por mejores intenciones que se tengan. No se trata de prohibir sino de ofrecer. Para erradicar el botellón de la feria se puede seguir el camino de la persecución, muy estresante, o el de intentar al menos, promover a lo largo de todo el año, cada día, el conocimiento de lo que somos y de dónde venimos. Promocionar el orgullo y la identificación de nuestra memoria con actuaciones municipales en este sentido. No imponer, mostrar. Ese sentimiento reconocido de lo propio es fácil de asumir y la mejor opción para celebrarnos a nosotros mismos bajo cierto criterio. Luego, sólo es preciso que los encargados municipales imaginen, que para eso se les paga, y hagan una programación acorde a la tradición que sirva de guía y sobre todo, divierta, que es el siguiente paso a que entretenga. El éxito radica en que la gente elija y encamine su feria hacia otros derroteros que superen al mero botellón gracias a la oferta y no únicamente al esfuerzo que se les exija de intentar ser mejores.
En Valencia hay botellón en las Fallas y en Pamplona en los Sanfermines, no lo duden. Un botellón enorme que multiplica el popular de nuestra feria por dos, al menos, en número de celebrantes. Pero es una minucia que se traga el festejo porque tiene clara su razón de ser.

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