Desde que era joven, guapo y deportista, hasta hoy, -que me he decidido a abandonar el deporte- me han pasado catorce festivales de cine de Málaga por encima. Y he visto de todo. He sido espectador, criticón, invitado, participante, premiado, persona non grata y amigo, sobre todo en las fiestas de guardar. La peor sensación, sin embargo, después de tantos ajetreos y embrollos, la he vivido durante esta última edición festivalera. Y no se ha debido al trato, ni al nivel de las películas, ni a la organización, sino a algo más poderoso que lo envolvía todo: la pesadumbre.
No encontré persona involucrada en estos devaneos culturales malagueños que no hablara del festival en voz cabizbaja. O sea, no era flojito el tono, sino tristón. Escuchaba tras cada coma, lo miserable que era el presupuesto y lo casual de la proporcionalidad de las cosas en cuanto a la calidad de las películas presentadas a concurso. Se vaticinaba un desastre que no llegaba pero que dejaba secuelas en el aire. Enrarecidos todos, deambulábamos por una tarde en obras hasta que nos acogía el “estoy aquí por casualidad” más amable del malagueño bien acomodado en la calle Alcazabilla. El piloto automático debió de ser el que libró al Festival de los peores presagios. El caos no llegó al río, siempre por embovedar, ni cuando fallaba el funambulista enredado de turno.
Y, ¿qué es lo que pasa? Si de mi dependiera un análisis cuidadoso de las razones que han llevado a que lloremos sin causa al festival, andaríamos apañados. Yo supongo algunas tan arbitrariamente como las que deduzcan otros. A mí me parece que Fromm podría dar alguna clase magistral sobre lo que supone la libertad para el que ha sido dominado durante once años por quien hacía y deshacía a su antojo. Pesada losa. La estructura del festival era presidencialísima de sombra alargada y los que ahora están, ya estaban.
Aquellos once años de opulencia del Festival de Málaga, en los que el cine no importaba en la pantalla sino en la alfombra, pasaron factura. Aquí no presentará peli un grande porque cuando se pudo hacer no se buscó y cuando se quiso, once años después, ya era tarde. El segundo festival en presupuesto de España, no intentó competir en calidad fílmica con San Sebastián o Valladolid en su momento sino superarlos en presencia de famosos a la primera. ¿Cómo? Con mucha fiesta. Que a un festival se va a trabajar y no de vacaciones, es algo que sabe la gente del cine. Los que organizaban el festival no lo eran.
Hoy por hoy, las buenas películas tienen otras prioridades de estreno antes que hacerlo en aquel festival que incluyó a “El Chocolate del Loro” en su sección oficial, lógicamente. Cuando el cine sabe que a Málaga no se viene a trabajar, no viene, con lo que sólo nos quedan los que necesitan unas vacaciones. Pero unas vacaciones son caras y el festival ya no tiene recursos para pagárselas a tantos actores. Nos hemos quedado con un festival cabizbajo dividido entre los que quieren traer buenas películas y no pueden y los que quieren continuar con la línea de comedieta del festibar y tampoco pueden. Nos hemos quedado tristones. A medio camino de empezar, catorce años después.
Yo no atisbo remedio más allá de crear ilusión. Y eso pasa por la ruptura con el antiguo régimen decadente. Desde dentro, por la experiencia de personas curtidas en mil batallas –léase Moi Salama- pero innovando, desde la humildad y el bajo presupuesto. Será más fácil devolver el crédito a nuestro festival asumiendo sus errores del pasado. Si no, me temo, la huida hacia delante llevará a su desaparición y a preguntarnos de qué valió tanto cartón piedra.
Como me gusta el festival de cine de Málaga..si es que acaba de terminar y ya estoy deseando que llegue el siguiente…yo siempre invito a todos mis amigos a venir..