La información ha corrido por la red y por los titulares de todo el planeta como corresponde a cuanto asunto tenga que ver con el desaparecido Rey del Rock sin príncipe sucesorio. Quizás sea mejor así. No creo que gran parte de la humanidad esté preparada para el regreso de ciertos tipos de pantalones y patillas. A los casi treinta y tres años de su muerte se ha celebrado una subasta con objetos personales de Elvis. Sorprende el hecho de que aún queden objetos personales de Elvis que no hayan sido vendidos o robados. A lo largo de mi todavía juvenil existencia no recuerdo cuántas veces los telediarios y periódicos han anunciado compraventas y mercadeos de cosas que Elvis disfrutó, o que miró, o que tocó. Según parece, Elvis acumuló tantas bagatelas que ha legado a sus herederos un río de pujas; ni está aquí la noticia ni la sorpresa. Alguien ha comprado una jarra (¿una jarra?) llena de mechones de cabello que su peluquero guardó con mimo, inspirado por la certeza de que aquellos despojos de su cliente traspasarían los umbrales de la memoria tras el óbito. El mundo se divide entre las personas dotadas para los negocios y las que barremos o despreciamos en la basura cuanta cosa o pelo estorbe en nuestras manos. Pobres de espíritu a los que quizás nos aguarde un hipotético cielo pero nunca un director de banco.
El pelo de Elvis se vendió y ya seguro que descansa en paz al fondo de una caja de caudales, pero su piano se quedó sin comprador, característica de los tiempos en que vivimos. Tampoco recuerdo que Elvis tocara el piano en ninguna de las películas que vi de niño. Nunca acudí a algún concierto suyo porque mi familia se encontraba muy ocupada en Huelin como para llevarme a las Vegas. El caso es que Elvis tenía un piano, era músico, o interpretaba música, y se suponía que a su legión de seguidores les debiera atraer más la posesión del piano que la del tupé, pero no. Y por lo visto se trataba de un magnífico instrumento y con grandes historias entre sus teclas. Pues ni así. La cabellera cambió de dueño por más de 16000 dólares. Este hecho absurdo tranquiliza porque demuestra que España ya no es tan diferente. El culto a la imagen vacía de cualquier contenido que corre por platós televisivos o revistas aparece como un fenómeno de época, no de lugar.
El piano de Elvis que lo quemen por ahí, pero su pelo, su anillo, o sus esputos si los hubiese custodiado el dentista, se cotizan a precio de fetiche. El piano representa un instrumento de trabajo y encima puede servir para algo, lo que le borra el glamour de lo inútil, de lo insustancial, como los diálogos en esos programas donde se intercambia fama por desnudos, o las declaraciones publicadas sobre lo que una famoseta hizo en el dormitorio o dejó de hacer. En estas actitudes se descubre uno de los rasgos de nuestros días, la confusión entre fama y prestigio. El piano acaparaba demasiado prestigio, mientras la posesión de pelambre en una jarra sacia la sed de notoriedad. Es verdad que venimos del polvo, pero mientras unos regresarán al polvo a otros los encaminarán hacia la sala de subastas. Yo por lo pronto me voy a la feria; si algún clarividente desea mi pelo, que me escriba; piano por ahora no tengo.