Hace años que descubrí que el día 1 de enero no existe. Le pasa un poco como a los Reyes Magos en aquello que se cuenta de que sólo trabajan un día al año y además, de mentira. Lo mires como lo mires, el único hecho que no admite discusión en este asunto es que la Nochevieja transcurre en Año Nuevo, quitándole todos los méritos de gloria al siempre denostado primer día de nuestro calendario. La Nochevieja se come medio día siguiente a lentos tragos y de la tarde que nos deja al día siguiente, pasadas siete horas en compañía de Morfeo, poco se puede contar, pues debe de alojarse aquel recuerdo en la cara oculta del cerebro, allí donde aún no ha llegado ninguna misión espacial. Esta reflexión viene al caso de la pregunta que me ha hecho una amiga francesa esta tarde, al respecto de cómo celebramos el Año Nuevo los malagueños. Se lo he explicado como he podido. Con cierto alejamiento, como si conmigo no fuera la cosa y complejo de beodo. Los jóvenes y guapos malagueños solteros en edad casamentera no celebran el Año Nuevo porque necesitan agarrarse a cualquier embolado de fiesta que les augure posibilidades de abandonar su envidiada, que no envidiable, condición. Los jóvenes y guapos malagueños solteros en edad casamentera celebran motivados la Nochevieja porque en esa cara oculta del cerebro antes mencionada, también se alojan las ganas de convertirse en sus contrarios, que nada tiene que ver con ser viejos y feos sino con despertarse como jóvenes y guapos malagueños con pareja. Y cuantas más, mejor.
La Nochevieja es un carnaval concentrado en el que la diversión se difumina en los previos. Repasando las mías, desde que empecé con el uso de razón –los romanos y la Iglesia lo ubican en los siete años pero en mi caso lo sitúo en los diecisiete- van veintitrés, de la cuales, si uniera las horas que me he pasado esperando turno en cualquier barra libre ocupadísima, tendría que descontarle un tercio y otros cientos de cerveza. Sí, de las ocho horas de celebración y un churro habituales, casi tres debo haberlas pasado, de media, sonriendo a un camarero desconocido y repitiéndole “cuando puedas” entre un gentío en supuesta parranda. Érase un hombre a un matasuegras pegado. Media hora perdida en el previo del taxi y otra media en la del cotillón y apenas cuatro horas para que los sesenta euros pagados me salgan rentables. A tres cubalibres la hora en una sala de fiestas con curvas. A tanta velocidad, que si encuentro la persona que busco, por la que me he acicalado en mis sueños, le ruego que me perdone, pues han pasado los veinte minutos de rigor y tengo que dejarla para hacer cola en la barra en busca del espirituoso que no me regalan. Por supuesto que, en hora y media, me rindo a la evidencia de que no saldré ganando al precio de la fiesta o mi salud saldrá empatada. Ya sin el ojo de la cara que me costó la broma, recapacito sobre el valor de mi pobre hígado, en vías de extinción a ese ritmo, y me apago en una zona de descanso, a calcular a cuánto me han salido las copas. Las recuento. Una me cayó en la camisa y cuatro las llevo en la barriga. Me encuentro regular. Eso va a ser por comerme tan rápido las uvas. Me deprimo y me dan las ocho. Es la hora de los churros.
Vaya churro.
Y ya no puedo celebrar el Año Nuevo, Isabelle. Qué carnaval más intenso. ¿Dónde estará la chica a la que cambié por un ron cola? ¿Dónde habré perdido la corbata? Je ne sais pas. Feliz Año Nuevo.