Cumplimiento
Uno de los profesores que más me ha influido, siendo yo alumno de la Universidad Complutense, fue el catedrático de Didáctica y Organización Escolar Miguel Fernández Pérez. Él repetía, con la sorna que el asunto requiere, que quienes alardean del mero cumplimiento de las obligaciones docentes, lo que en realidad sostienen es el siguiente lema: yo cumplo y miento.

¿Cuál es la solución? No los incrementos económicos o los descuentos por tarea bien o mal realizada. Este sería un aliciente para los más avaros, no para los más necesitados. Un sistema lleno de trampas. Me preocupa la concepción de escuela que subyace a esas propuestas que hoy están circulando por el sistema educativo como un reguero de pólvora.
Comparto su diagnóstico. Me estoy refiriendo a esos profesionales que aman la ley del mínimo esfuerzo, que miran el reloj con un alarde de precisión para entrar y para salir, que se limitan a cumplir lo establecido, más en letra que en espíritu. Se saben de memoria la ley. Y tratan de no quebrantarla. Ni un poco más, ni un poco menos. Lo estrictamente ordenado. Un cumplimiento sin alma.
No llegan nunca tarde, pero nunca prolongan ni en un segundo el trabajo reglamentado. Si un padre se acerca al Colegio sin haber pedido cita, aunque pueda atenderlo, le dirá que vuelva otro día ya que ha terminado la jornada laboral. Si un alumno formula una cuestión o plantea un problema después de tocar el timbre, prefiere aplazar la contestación al día siguiente. Si se plantea una reunión fuera del horario escolar, alegará cualquier tipo de quehaceres y obligaciones para no asistir.
– Para esto me pagan y esto hago.
Unos dicen que para lo que les pagan bastante hacen y otros que para lo que hacen bastante les pagan. Círculo perverso que hay que romper.
Los devotos del cumplimiento (instalados en la “tristeza cómoda de la mediocridad”) Imparten sus clases, examinan a sus alumnos y manejan el componente de atribución explicando el fracaso de los aprendices por causas que nunca les atañen directamente: los alumnos son torpes, son vagos, están desmotivados, no tienen técnicas de estudio, no están preparados, tienen problemas, están absorbidos por las redes sociales, viven en el seno de familias desaprensivas, están distraídos …
Los argumentos en que basan este planteamiento tan estricto es que nadie te va a pagar el trabajo extra que realices y nadie te va a agradecer el esfuerzo suplementario. También argumentan que no es bueno acostumbrar a superiores y a los súbditos a esa generosidad gratuita. Porque luego se convierte en una obligación.
– Si luego no lo haces, te lo echan en cara, dicen.
Piensan que hacer más de la cuenta se convierte en una trampa, porque luego no encuentras el límite preciso. Como si la costumbre de hacer regalos te convirtiese en un imbécil. “Era tan tonto, tan tonto, que parecía bueno”, lleva por título una obra de teatro que está en las tablas en estos días.
¿Por qué hablar de pasión, de compromiso, de entusiasmo, de generosidad, de alegría en el trabajo? Se trata de conceptos engañosos cuando se pretende cumplir con las obligaciones profesionales.
Tomarse las cosas muy a pecho, llevar trabajo para casa, convertir en preocupaciones lo que han de ser meras ocupaciones, son estrategias equivocadas que acaban llevando al profesional a tener una vida cargada de ansiedad y de estrés.
– Las cosas hay que tomarlas con calma, porque nadie te va a dar un premio por vivir ajetreado.
Esa postura se convierte en críticas irónicas respecto a aquellos profesionales que se dejan el pellejo por hacer que las cosas funciones en la institución. Y dedican dardos afilados a quien tiene otra forma de comportamiento:
– ¿Vas a heredar la escuela?, ¿te van a poner tu nombre a una calle?. ¿te van a hacer un monumento a la entrada?, ¿te van a dar la tiza de otro?…
No les gustan quienes se entregan en cuerpo y alma. Porque les dejan en evidencia. Y les achacan ambición y deseos de sobresalir. Como no ven explicaciones razonables para el esfuerzo de sus colegas, les atribuyen intenciones torcidas:
– Quiere sobresalir, quiere adular a sus jefes, quiere que le llamen para concederle un cargo…
Si la edad de la persona apasionada es corta, el amante del cumplimiento (del cumplo y miento) dirá que ese joven está muy verde, que no se ha enterado y que ya le irá abriendo los ojos la dura realidad. Si la edad es elevada, el adocenado dirá que es tan tonto como cuando era joven y qué parece mentira que, con los años que tiene, no haya aprendido a ejercer la profesión de manera inteligente.
Explica a quien quiera oírle que no hay que regalar horas a la Administración. Si quieren más horas, que las paguen. No piensa que son horas para los niños y las niñas, casi siempre para lo más necesitados de ayuda.
Los amantes del mero cumplimiento son calculadores de extraordinaria precisión. Saben las horas y minutos exactos de su dedicación, conocen al dedillo todos sus compromisos profesionales. Y los cumplen con precisión matemática, pero sin alma.
Donde creo que estos personajes son más cicateros es en la entrega de entusiasmo, de ilusión, de pasión, de afectos. Eso no está prescrito. Eso no tiene contador. Estoy describiendo a los profesores mercenarios, es decir, aquellos que ponen en una balanza las horas estrictas de dedicación y esperan que aparezca en la otra el sueldo correspondiente al final de mes. Horas por dinero, eso es todo.
Puede ser que estos docentes hayan comenzado así su trayectoria. Quizás se encontraron en la profesión por azar o por necesidad, no por decisión elaborada y querida. También puede ser que hayan comenzado de manera entusiasta y apasionada pero que la realidad les haya derribado de manera brusca o paulatina. Contextos adversos, directores tóxicos, dificultades imprevistas, fracasos dolorosos, rutinas desmotivadoras, leyes perversas, burocracia estúpida… Y, al final, el desaliento, el adocenamiento, el mercenariado.
No creo que sean muy felices. O eso supongo. Porque esa forma de vivir la profesión no es gratificante. Es una forma de ganarse la vida, no una forma de ganar la vida de los otros. Es casi imposible que esa actitud que rehúye el esfuerzo, que mata el sentimiento, que destruye la ilusión sea una fuente de alegría. Es triste, no se puede negar. Porque esa actitud cicatera no lleva al abandono de la profesión sino qye obliga a arrastrarla penosamente. Es como matar la alegría a fuerza de pasividad, destruir la ilusión a golpes de pereza, acabar con el optimismo a base de tedio. El problema es que esta profesión no se puede ejercer dignamente sin pasión, sin ese estado enardecido del ánimo que nos hace sentir y disfrutar.
Que nadie piense que estoy describiendo en estas líneas al docente común. (Estimado José Antonio, el diplodocus está muy despierto, como tú mismo reconoces en tantas experiencias de las que hablas en tu tu libro). Estoy hablando (así lo creo) de casos excepcionales. Y lo hago no para desprestigiar al gremio sino para tratar de dignificarlo. Porque esos profesionales no solo se hacen daño a si mismos y a los alumnos y alumnas, se lo hace a la profesión.
¿Cuál es la solución? No los incrementos económicos o los descuentos por tarea bien o mal realizada. Este sería un aliciente para los más avaros, no para los más necesitados. Un sistema lleno de trampas. Me preocupa la concepción de escuela que subyace a esas propuestas que hoy están circulando por el sistema educativo como un reguero de pólvora. La solución está en la buena selección, en la buena formación, en la dignificación de la profesión, en la mejora de las condiciones y (para quienes ya están) en el trabajo en equipo, en el compromiso de toda la comunidad (familias, profesorado, alumnado, directivos, sociedad…) y en una evaluación conducente a la mejora y no a la entrega de premios y castigos.