Los rarunos

26 Abr

Me gusta escribir cada año un artículo con ocasión del Día del libro. Pues bien, este año van a ser dos, uno el sábado anterior y otro el sábado siguiente.

Me ha “obligado” a hacer este doblete la reciente lectura de la última novela de Joël Dicker titulada “La muy catastrófica visita al zoo” (Alfaguara, 2025), cuyo título abre este artículo. En el de la semana pasada, titulado “Cundo queda tanto por leer”, dediqué algunos párrafos a lo mucho que valoro la lectura compartida. Y citaba seis modalidades que me parecían relevantes: cadenas de lectores,  club de lectura, presentación de libros,  teatro leído, encuentro con un autor o autora y lectura en familia.

Pues bien, ya enviado al periódico el artículo  anterior, terminé de leer la última novela de Joël Dicker quien, en un curioso epílogo,  dice textualmente: “De las cosas que me cuentan los lectores, lo que más me emociona son las lecturas compartidas y simultáneas, en familia, entre amigos o en los clubes de lectura. Por eso con “La muy catastrófica visita al zoo” que acabáis de leer lo que he intentado, modesta y humildemente, ha sido escribir un libro que pudieran leer y compartir todos los lectores, sean como sean y estén donde estén, de los siete a los ciento veinte años”.

Me alegró ver explicitada mi postura por quien  considero un buen escritor. Habla también, en esas tres páginas que cierran el libro, del “desgaste lector”. Dice textualmente: “A pesar de que el mundo está cada vez más polarizado y dividido por culpa de nuestra incapacidad para sacar la cabeza del móvil y mejorar la convivencia yo mantengo el optimismo y sigo lleno de esperanza porque en doce años hay algo que no ha cambiado. Libro tras libro y en países del mundo entero, cuando voy a las librerías a firmar ejemplares me encuentro con cientos de lectores entusiastas muy distintos entre sí. ¿Qué puntos tienen en común todos ellos? ¡Pues ninguno, precisamente!”…

Explica cómo confraternizan en la cola de una librería niños, padres y abuelos, jóvenes y adultos, personas con velo, con kipá,  con turbante, con piercings, con tatuajes o con traje y corbata…

Dice Joël Dcker: “He visto cómo (esas personas tan distintas) creaban lazos, entablaban amistades, intercambiaban números de teléfono, apretones de manos, abrazos. Ese es el verdadero éxito de los libros. No de mis libros en particular sino de los libros. Reconciliar a las personas entre sí, permitir que se conozcan, que se reencuentren. Eso es lo que puede hacer la literatura”.

 Formula Joël Dicker un significativo interrogante: “¿Cabe pensar que hay un desgaste lector? ¿O lo que pasa es, sencillamente, que las redes sociales y sus algoritmos diabólicos nos tienen tan sorbido el seso que se nos ha olvidado que actúan sobre la mente como las máquinas tragaperras, chupándonos no ya el dinero sino la energía, el tiempo y la atención? Esas pantallas omnipresentes nos han llevado a dejar de mirar a nuestro alrededor, de confraternizar, de informarnos, para ir estrechando más y más el círculo de relaciones interpersonales hasta convertirlo incluso en unipersonal.

Pero no es el epílogo el principal motivo de la elección del tema de este artículo. Hay un motivo que lo hace singular para quienes nos dedicamos a la enseñanza.  Protagonizan el argumento seis niños de una escuela especial que, a causa de una inundación, tienen que incorporarse a la escuela contigua de niños “normales”.  Pero, por lo que se desprende de la narración, en la nueva escuela siguen siendo considerados niños “rarunos” ya que permanecen en un aula especial. El autor no plantea la cuestión de la escuela inclusiva. Es un novelista, no un pedagogo. Yo que lo soy, me veo obligado a reflexionar, aunque sea brevemente, sobre la cuestión.  Para defender que esos niños no tienen que cargar con la etiqueta de a-normales y menos con la de sub-normales. Esos niños deben estar escolarizados en las aulas comunes ayudados, eso sí, cuando sea necesario, por especialistas.

Algunos padres y madres de niños y niñas de escuelas normales piensan que estos niños especiales no deben estar con sus hijos ya que ralentizan el proceso de aprendizaje de toda la clase.  No tiene por qué ser así y, aunque lo fuera, existen aprendizajes de naturaleza superior que justificarían la inclusión. Uno de ellos es la solidaridad y otro el respeto a la diversidad.

Existe la segregación cuando estos niños están en una escuela especial y cuando están en un aula especial  dentro de una escuela normal. El  gueto acaba haciéndoles sentir diferentes y ser considerados por los demás como bichos raros. Digo esto porque la incorporación de los niños de la novela a la escuela normal no se produce por un criterio pedagógico sino por una emergencia  urbanística como es una inundación y porque, al efectuarse la incorporación, el gueto sigue siendo el mismo al permanecer juntos en un aula especial, con la misma profesora que antes tenían.

Narra la historia en primera persona Josèphine que es una de las seis niñas de las escuela especial. Y me gustan dos cosas respecto al tratamiento que hace el autor de estos niños y niñas: son inteligentes en el proceso de indagación  para buscar al responsable de la inundación y, al final de sus trayectorias vitales, llegan a lo más alto del éxito. De Josèphine, por ejemplo, dice que, una vez finalizada la Universidad acabó siendo una escritora de éxito. Esta novela sería la segunda obra de su carrera literaria.

La trama consiste en la investigación que realizan esos seis niños, ayudados por la abuela de uno de ellos, aficionada a las novelas policíacas,  para descubrir, quién y por qué ha provocado la inundación (a todas luces ha sido provocada  ya que los desagües aparecen sellados con plastilina y porque han dejado abiertos los grifos todo el fin de semana). ¿Quién ha sido?

No voy a descubrir las peripecias que va describiendo el autor a lo largo de la obra en la que los peques van descartando a los sospechosos que podrían tener algún Interés en el desastre y, mucho menos voy a desvelar el desenlace. Solo diré que se trata de un ingenioso e inesperado final  que tiene lugar en una visita al zoo que realizan estos niños con su director y con su maestra.

Joel Dicker, autor del que he leído otras novelas, escribe muy bien. Tiene algunos toques de humor que suscitan una sonrisa en el lector (los niños hacen una consulta a todos los alumnos de la escuela  para comprobar si consideran al director guapo o feo y el resultado no puede ser más abrumador:el cien por cien afirma que es feo) y arma muy bien las historias a las que imprime un ritmo trepidante.

Me ha gustado que de forma recurrente el autor introduzca reflexiones interesantes sobre la naturaleza y la importancia de la democracia en la escuela y en la sociedad. Y lo hace de forma verdaderamente didáctica, partiendo del cerebro de quienes aprenden, como insistentemente apunta que se debe hacer mi querido amigo Juan Antonio Bravo, niñólogo de prestigio.

Como vivimos en un mundo tan lleno de tragedias, desastres y terrores me gusta que la novela tenga un final feliz. Es lo que sucede con las novelas románticas del escritor francés Nicolas Barrreau que citaba en mi artículo anterior.  Y  con las de mi querido amigo italiano Diego Galdino, camarero/escritor o escritor/camarero de un  bar llamado Cefellotto en el barrio del Trastevere de la ciudad de Roma: “El primer café de la mañana”, “El último café de la tarde”, “Storia de un ospite”, “Mi sono innamorato di…”, “Principessa Saranghae”, “Bosco Bianco”, “Una storia straordinaria”, “Mi arrivi como da un sogno”… Todas ellas tienen un amable final feliz. Diego me dice sonriendo que en algunos lugares le llaman “el zar del amor”. Bendito seas, amigo, por las historias que escribes, por cómo las cuentas y por cómo las terminas. Sé cuánto te apasiona la tarea de escribir.  Una tarea que inicias a las cinco de la mañana, según me contaste,  mientras el sol se hace presente y nos regala un nuevo día. Y luego, a trabajar en el Cafellotto haciendo los cafés más originales de la ciudad eterna. Que sigas escribiendo durante muchos años para regocijo de tus lectores y lectoras. Y que sigas sorprendiendo a tus clientes del Trastevere  con maravillosos inventos cafeteros. Amén.

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