La olla exprés

Define el diccionario la palabra apodo como “el nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia”. Y mote como “sobrenombre que se da a una persona por una cualidad o condición suya”. El apodo se nutre, pues, de los defectos y el mote de las cualidades. No siempre es así en la práctica. Hay motes envenenados y apodos simpáticos. Lo que parece inherente a ambos términos es el ingenio. En otra acepción de apodo el diccionario precisa: “dicho gracioso con el que se califica a alguien o algo, sirviéndose ordinariamente de una ingeniosa comparación”.
Curiosa costumbre la de poner motes o apodos a las personas. Algunos son propios de sagas que se perpetúan en el tiempo. La persona recibe un nombre y unos apellidos y, como un apéndice de su pequeña historia, el mote que sus antepasados han ido pasándose a través de generaciones. De la misma manera que se heredan bienes, se puede heredar un apodo. ‘Los comemiejas’, ‘los pisahuevos’, ‘los cagalera’…
Otros apodos tienen un carácter coyuntural y se deben a alguna característica psicológica o física del personaje concreto al que se atribuyen.
No me gustan los apodos hirientes, los que ridiculizan o se ceban en algún vicio o defecto. Me gustan aquellos que están cargados de ingenio y de simpatía hacia la persona, aquellos que la convierten en personaje entrañable. En definitiva, no me gustan aquellos que rechazaría el aludido. Aquellos que hacen sufrir. Los que considero aceptables son los que hacen sonreír incluso al interesado.
Algunos están cargados de gracia, de precisión, de simpatía y otros (¿cómo no pensar en ello?) son fruto de auténtica mala uva. Ejemplos de esta modalidad es llamar ‘Ácido’ a un sacerdote porque ‘donde cae come’ o ‘Pastor Alemán’ al actual Pontífice Romano. Al antiguo presidente de la ONCE, Miguel Durán, algunos apodaban ‘Al Cupone’. Y a la esposa del fallecido Camilo José Cela, Marina Castaño, por sus habilidades comerciales, se la conocía como Marina Mercante.
Uno de los más ingeniosos que conozco es el apodo de ‘Óxido Antimonioso’ que se le había dado a un bizco patente. El apodo correspondia a la fórmula del componente químico Sb2O3 De ahí la frase alusiva “ese ve dos o tres”.
A un profesor que tenía la costumbre de arrojar proyectiles bucales al hablar, los alumnos le llamaban ‘Saliva va’. Y a una profesora regordita y bajita que recorría los pasillos de la escuela diciendo “Phsss, Phsss, Phsss” era gráficamente apodada ‘La olla exprés’. No es menos incisivo para un docente el mote ‘El biquini’, aplicado a un profesor del que decían que lo enseñaba todo, menos lo principal. A un profesor con dicción poco clara le llamaban sus alumnos ‘Diario mojado’.
Un comerciante medio arruinado que respondía a las reclamaciones de los acreedores diciendo “No tengo, hermano”, era conocido como ‘El hijo único’. Y a un banquero que nunca estaba en su puesto de trabajo le llamaban Maradona (porque Maradona nunca ocupaba un puesto en el banquillo –en Argentina dicen banco– de suplentes).
‘Fosforito’ es un apodo mordaz para un reconocido pirómano. (En este fin de verano tórrido y abundante en incendios un amigo me dice que el fuego que provoca un tonto redomado, no pueden apagarlo cien personas inteligentes). Y ‘El Potajes’ es un buen sobrenombre para quien tiene un rostro rubicundo y repleto.
Es conocido en Málaga un político socialista, responsable de las obras del puerto. Su nombre es Enrique Linde. Como en los proyectos se habla una y otra vez de los diferentes diques, algunos pícaros le llaman Eldique Linde.
La historia está llena de apodos célebres. Juana la Loca, Guzmán el Bueno (su hijo y muchas personas cuerdas discreparían de esta denominación), Juan Martín Díaz el Empecinado…
En la literatura , como no podía ser menos ya que la literatura es la vida contada y fabulada, se hace referencia a diferentes apodos. Baste un botón de muestra. En la excelente novela de Carlos Ruiz Zafón ‘La sombra del viento’ se dice en las postrimerías: “Me cuentan que a veces aún ve a su antiguo profesor de música, Adrián Neri, cuya sinfonía sigue inacabada y que al parecer ha hecho carrera como gigoló entre las damas del círculo del Liceo, donde sus acrobacias de alcoba le han merecido el apodo de La Flauta Mágica”.
No siempre conocen los protagonistas el apodo que se les atribuye. Una cortina de silencio les protege de la insidia. El mote es conocido por todo el mundo menos por el interesado. No es fácil tampoco localizar al autor de la broma que queda plasmada en la historia del personaje y en su entorno laboral o social.
Cuando los alumnos recuerdan a sus profesores lo hacen a través de sus motes. De algunos no conocen el nombre ni, por supuesto, los apellidos. El apodo ha adquirido carta de naturaleza y con el artículo antepuesto sirve para designar al aludido, que pasa a ser más su apodo que él mismo. De esa manera el apodo pasa a definir la personalidad del sujeto mejor que muchas descripciones y observaciones en directo.
La forma de reaccionar de quien recibe un apodo gracioso o mordaz es peculiar de cada persona. Unos se ríen de sí mismos y dulcifican la mordacidad con sentido del humor y otros, más torpes y probablemente malhumorados, se irritan de manera que provocan un uso más intenso y más frecuente del mote.
Los jefes suelen ser especialmente zaheridos con motes ingeniosos y casi siempre certeros. Sobre todo, aquellos que algunos autores califican de tóxicos. Lo mismo sucede con las personas que hacen abuso de su pequeño o gran poder. Una profesora obsesionada por “cargárselos a todos y que disfrutaba al hacerlo”(así lo explicaban los alumnos), era irónica y merecidamente llamada Cruela de Vil. En el pecado llevaba la penitencia.