Me cuenta una amiga que, hace unos días, está observando cómo juega un niño bajo la mirada atenta de sus padres. Ve cómo llegan otros niños y se acercan a él, traídos, quizás, por sus llamativos juguetes. El niño se muestra tan egoísta y acaparador que ni siquiera deja tocar sus juguetes a los recién legados. Los padres le reconvienen con insistencia y diversidad de argumentos sobre la conveniencia de compartir sus juguetes. Pero el niño sigue herméticamente cerrado a los consejos. Incluso agrede a quien intenta coger uno de sus preciados objetos. Los padres se enfadan con su hijo e insisten, en tono severo, acerca de la necesidad de compartir lo que tiene. “Tienes que compartir, tienes que compartir”.
El niño, harto de las imposiciones que le exigen contra su voluntad que comparta los juguetes, deja de jugar, se vuelve a sus padres y con gran convicción grita:
–¡Titití, no!
Compartir, no. Tiene dificultades para pronunciar el verbo pero le sobra decisión para expresar su idea. Compartir requiere un aprendizaje costoso, instalados como nacemos en el egoísmo y en la carencia de generosidad. Pero el principal problema es que algunos, en lugar, de ir aprendiendo a compartir, van reforzando los instintos atávicos de posesión y de rabioso egoísmo. No saben, quienes así actúan, que se privan de una gran fuente de satisfacción. Compartir lo que tenemos nos devuelve los bienes en forma de alegría. “El auténtico beneficio de la generosidad, para quien la ofrece, no es una ventaja material, sino una revolución interior. Nos volvemos más fluidos, más dispuestos a arriesgarnos”, dice Piero Ferrucci. Los límites entre unos y otros se hacen menos radicales. Nos sentimos parte de un todo en el que es posible compartir.
Podemos compartir los conocimientos. En la sociedad del conocimiento las personas saben que quien posee conocimiento tiene poder. Por eso es tan admirable la profesión docente. Una profesión en la que, por oficio, aquello que se sabe se comparte con los que aprenden.
No me resulta fácil entender a quienes tienen avaricia intelectual y sólo quieren saber para sí mismos. Recuerdo que al terminar una clase en la que se había planteado un interesante debate, pedí a mis alumnos que, de forma anónima, explicasen cuál era la razón por la que no habían intervenido. Leí argumentos que esperaba: soy tímido, razono con lentitud, me da miedo hablar en público, la cuestión no despertó mi interés, tengo problemas, estoy bajo el efecto de una medicación que me inhibe… Lo que jamás podía suponer es que alguien no interviniese por avaricia intelectual. Uno de los alumnos escribió: “Yo no he intervenido porque lo que yo iba a decir, ya lo sé. Y lo que yo quiero es aprender”.
Podemos compartir los bienes. Cuando se regalan bienes afirmamos que las personas son más importantes que las cosas materiales. El valor de lo que damos varía mucho: podemos regalar un libro que ya hemos leído y que no nos ha gustado o, por contra, algo que verdaderamente apreciamos. Podemos compartir nuestro tiempo. Un bien muy preciado al que, muchas veces, no estamos dispuestos a renunciar en beneficio de otros. Podemos compartir nuestros sentimientos, nuestras emociones. Lo cual quiere decir que nos apropiamos de los sentimientos de los demás (compasión) y les hacemos partícipes de los nuestros (simpatía). Podemos compartir nuestro trabajo de forma generosa. A todos nos ha despertado admiración y gratitud aquel trabajador que ha pasado unos minutos de su tiempo oficial para resolvernos un problema, aquel tendero que nos ha dicho dónde podemos adquirir un artículo que él no tiene, aquel profesor que nos ha explicado algo fuera de sus horas de tutoría, aquel taxista que nos ha llevado más allá de donde nos alcanzaba el dinero. Podemos compartir nuestra sangre a través de las donaciones. Y nuestros órganos después de muertos. ¿Cómo podemos dificultar o impedir que otros se salven o sigan viviendo porque no hemos tenido un gesto de generosidad que en absoluto nos perjudica?
No siempre el ser humano ha sido tan posesivo. Hay culturas en la que todo es compartido. Recuerdo una visita a una escuela argentina de la Provincia de Santa Fe a la que acuden niños de la tribu mocoví. Los miembros de esa tribu lo comparten todo. Me contaban los maestros que una familia había entrado a la escuela y se había llevado las cacerolas de la cocina. ¿Cómo explicarles, decían, que era propiedad del Ministerio?
La sociedad neoliberal ha acentuado el sentimiento individualista y de posesión. Cada uno a lo suyo (mi salud, mi elección de Centro, mi clasecita de religión, mi seguridad, mi cochecito…). A lo sumo, el egoísmo compartido de la familia o de los amigos. Ha potenciado incluso el sentimiento de creernos más que los otros porque tenemos más cosas que ellos. Nos ha hecho más posesivos, más competitivos. Resulta curioso. En culturas con menos bienes se produce una reacción desprendida en beneficio de los otros. Paradójicamente, en sociedades atiborradas de bienes es más fácil hacerse egoísta.
Somos como los niños de una vieja parábola budista. Construyen cada uno su castillo en la arena. Cada uno tiene el suyo Cada uno posee su territorio. “Es mío. Es mío”, dicen con orgullo y pasión. Incluso se declaran la guerra para defender sus posesiones y destruir las de los otros. Cuando se hace de noche, los niños regresan a sus casas, se olvidan de los castillos de arena y se acuestan. Entretanto, la marea destruye sus creaciones.
Existe un falso sentimiento de generosidad escondido bajo el clásico lema latino: “do ut des”. Te doy para que me des. En esa situación es fácil descubrir un redomado egoísmo. Cuando esa devolución no se produce aparece la frustración y la rabia. Otras formas de generosidad adulterada son las que esconde una falta de sensibilidad y delicadeza elemental. Regalar un libro de oraciones a un ateo, un desodorante a quien huele mal o una pluma a quien no sabe escribir es un insulto más que un halago. Una desfachatez o una impertinencia.
La peor trampa es la generosidad de quien da para sentirse superior, para hacerle ver al otro su manifiesta inferioridad: “Toma, para que veas lo generoso que soy y lo miserable que eres”. Y para que lo vean todos. Por eso dan a bombo y platillo. Eso no es generosidad, es miseria moral. Compartir generosamente exige respeto, humildad y conocimiento del otro. Me sumo al consejo de Plutarco: “Da sin arrogancia y recibe con dignidad”.
¡Titití, no!
11
Mar