Francesco Tonucci es un pedagogo italiano cargado de sensibilidad, de inteligencia y de creatividad. Escribe y dibuja con arte, profundidad y entusiasmo sobre la ciencia y el arte de la educación. En su última columna de la Revista Cuadernos de Pedagogía cuenta que un niño gitano llega a la escuela con el curso empezado, como ocurre frecuentemente cuando se es nómada. La profesora lo recibe gentilmente en clase e, indicándole el lugar que le corresponde, le dice:
–Siéntate. Ese es tu sitio.
El niño, sorprendido por el mandato de la profesora, replica con aplomo:
–¿Por qué? Todavía no estoy cansado.
Resulta sorprendente que la postura habitual de los niños en la escuela sea la de estar sentados. No un rato, para descansar o para cambiar de postura sino todo el tiempo, toda la mañana o todo el día. Es la postura escolar por antonomasia. ¿Sería razonable que, al llegar los niños a la casa, sus padres (a su vez profesores) les pidieran que se sentasen y que no se moviesen en dos o tres horas? ¿Cómo es posible que un niño, que es todo movilidad y agitación, pueda permanecer sentado tanto tiempo? ¿Para qué? ¿Por qué?
Sé que en el aula no puede hacer cada uno lo que quiera si se pretende organizar un aprendizaje compartido. De ahí a repetir mecánicamente una serie de hábitos y rutinas poco racionales hay un gran paso. Que todos permanezcan sentados y alineados, que todos hagan las mismas cosas, del mismo modo y al mismo tiempo, que no puedan tener incitativa y manifestar su creatividad, resulta poco coherente en una institución educativa.
Hay muchas cosas poco racionales en la práctica escolar. Tonucci apunta algunas en dicho artículo y otras en sus libros llenos de ilustraciones elocuentes: Leer un cuento precioso buscando las palabras difíciles, escribir sin que nadie vaya a responder, repetir sin comprender lo que se dice… Recuerdo una de sus ilustraciones en la que aparece un niño sentado que recibe constantes prescripciones: hazlo así, se hace así, siempre debes hacerlo así… Y de pronto le piden: elige tú. Y el niño se pregunta: ¿elegir?, ¿elegir?, ¿qué quiere decir?
Hay muchas más paradojas en la escuela, sobre las que pretendo llamar la atención, aunque sea de forma apresurada:
–Dejar en el patio un caracol para entrar en clase y estudiar en el libro uno dibujado.
–Guardar silencio para empezar la clase de lengua.
–Repetir lo que dice el profesor de forma literal, aunque la pretensión sea que haya alumnos creativos.
–Conseguir buenos demócratas en una institución jerarquizada.
–Enseñar a participar sin que puedan decidir en asuntos sustanciales.
–Pretender coeducar en una institución tradicionalmente androcéntrica.
–Educar en libertad en un lugar al que hay que acudir obligatoriamente.
–Pedir que el niño no se distraiga viendo volar una mariposa por la ventana y pretender que fije la atención sobre una dibujada en el encerado.
–Dejar fuera la vida real para conseguir que la entiendan y la expliquen desde una situación artificial.
–Pretender educar a las personas en la solidaridad mientras se plantean de forma competitiva las actividades.
–Organizar trabajos en grupo, pero hacer una evaluación rabiosamente individualizada.
–Decir que cada uno tiene su ritmo, su estilo y su capacidad para aprender pero organizar de forma homogénea la clase.
–Querer que sean creativos y, sin embargo, hacer exámenes en los que tienen que repetir literalmente.
–Dar valor a la diversidad infinita de los alumnos y establecer un currículum único para todos.
Cuenta también Tonucci en su artículo la siguiente experiencia. Un maestro de primero de básica que quiere hacer con su alumnado un experimento de observación científica lleva a la escuela un cucurucho de boquerones frescos comprados en el mercado y pone uno en un platito de plástico delante de cada alumno. Un niño se pone a llorar desesperadamente. El maestro se acerca, se pone junto a él y le pregunta por la causa de su llanto. El niño comenta entre sollozos:
–No me lo quiero comer.
El maestro, asombrado, responde:
–Claro que no. ¿Es que comes peces crudos?
Y el niño responde:
–No, pero como estamos en la escuela…
Como estamos en la escuela puede pasar cualquier cosa. Puede suceder que los profesores pidamos a los niños muchas cosas que nosotros no hacemos. Que sean estudiosos, que respeten a los compañeros mientras hablan, que lean con pasión, que trabajen en equipo, que respeten el turno de intervención, que lleguen puntuales, que amen el conocimiento…
Un profesor le escribe una nota manuscrita a un niño en un examen. Éste no entiende lo que el profesor ha escrito y se dirige a él para que se lo aclare. El profesor le contesta:
–Ahí te digo que escribas con la letra más clara.
Cuando hablo de la escuela, me refiero a todas las instituciones educativas, no sólo a las de nivel inferior. También a la Universidad. Hace unos días comencé una asignatura nueva escribiendo unas frases extrañas e ininteligibles en el encerado. Los alumnos las copiaron fielmente, incluidos unos caracteres griegos. Las cosas se complicaron cuando pregunté: ¿Qué pensáis de lo que ha pasado aquí? El silencio fue largo y espeso. Hasta que alguien se decidió: “Copiamos sin entender nada”. (¿Cómo es posible que no se hagan preguntas cuando no se entiende?). Pensar es una actividad complicada. Copiar es bastante fácil. Y existe una costumbre muy arraigada. Algunos universitarios tienen el dedo corazón deformado.
Hay quien puede pensar que con estas reflexiones estoy criticando a la escuela y descalificando a los profesionales que trabajan en ella. Nada más lejos de mi intención. La finalidad de estas líneas es hacer pensar en lo difícil y compleja que es la tarea educativa, en lo tremendo y apasionante que es el reto que se plantea a los profesores y en la necesidad de que cuestionemos sin cesar cómo lo hacemos y cómo podemos mejorarlo para ganar en racionalidad y en ética.
No estoy cansado todavía
25
Feb