En la escuela se dan cita todo tipo de alumnos. Hay en la escuela ricos y pobres, niños y niñas, inmigrantes y autóctonos, creyentes y ateos, listos y torpes, cultos e incultos… Todos ellos tienen derecho a alcanzar el éxito en su aprendizaje. Pero la escuela es una institución tradicionalmente homogeneizadora, por eso ha de buscar respuestas a las insistentes preguntas que hace la infinita diversidad de su alumnado.
Cuando se habla de diversidad se reconoce la identidad de cada persona. Si, por el contrario, se establece un prototipo, todas las variaciones respecto al mismo se convierten en deficiencias. Una gallina es una gallina. No es un animal que tenga que catalogarse por su semejanza a un modelo. ¿Qué pensar de quien considerase deforme a una gallina porque sus alas no le permiten elevar el vuelo más allá de las tapias del corral? ¿Sería justo que se la maltratase con golpes, insultos y descalificaciones? ¿Sería lógico decir que ha fracasado porque tarda más que el águila en recorrer volando una determinada distancia? ¿Sería razonable y ético que se la castigase por su “maldita diferencia”?
Una gallina es una gallina. Un águila es un águila. Estas afirmaciones que parecen obviedades cercanas al ridículo están frecuentemente negadas cuando, en la escuela, tratamos a los niños y a las niñas como si fuesen iguales, o cuando los tratamos como diferentes pero comparándolos con un prototipo. Quienes se alejan de ese modelo, de ese arquetipo, parece que tienen alguna tara. Son, por consiguiente, defectuosos. Así, una niña sería un niño defectuoso. Por eso llora, por eso es mala en matemáticas, por eso es charlatana. Un niño con síndrome de Down sería un niño normal defectuoso, que no puede aprender nada, que no puede valerse por sí mismo. Un niño ateo, sería un niño creyente defectuoso. Un niño gitano sería un niño payo defectuoso, incapaz de hablar bien, de comportarse cortésmente. Un niño magrebí sería un niño autóctono defectuoso, que no domina la lengua castellana, que no conoce las costumbres del país, que no sabe quién es la Virgen Inmaculada.
El prototipo escolar lo constituye el varón, blanco, sano, inteligente, autóctono, creyente, payo, vidente, ágil, oyente, castellanoparlante… Los demás son “anormales” o, lo que es peor, “subnormales”. La institución escolar alberga problemáticas muy diversas, no sólo debidas a las diferencias infinitas individuales sino a las diferencias grupales (étnicas, lingüísticas, culturales, religiosas, económicas, de género…). Hay que caminar hacia una escuela inclusiva. Lo cual exige hacerse permanentemente esta pregunta: ¿a quién excluye la escuela?, ¿a quién le pone trabas para una integración plena?, ¿a quién le beneficia o privilegia?
Si un centímetro cuadrado de piel (las huellas digitales) nos hace diferentes a miles de millones de individuos, ¿qué no sucederá con toda la piel? Con todo lo que ésta tiene dentro, con la historia y las vivencias y las emociones y las expectativas… No hay un niño exactamente igual a otro. Ni siquiera dos gemelos univitelinos pueden considerarse idénticos. Su historia es distinta, sus vivencias son diferentes e intransferibles. Hay dos tipos de niños en las escuelas: los inclasificables y los de difícil clasificación. Cada individuo es: único, irrepetible, irreemplazable, complejo, dinámic.
La diferencias de las personas puede ser entendidas y vividas como una riqueza o como una carga. Si esa diferencias se respetan y se comparten son un tesoro; si se utilizan para discriminar, excluir y dominar se convierten en una lacra.
No hay educación si no se produce un ajuste de la propuesta a las características del educando. Sólo hay educación cuando un individuo concreto crece y se desarrolla al máximo según sus posibilidades. La psicología dice que es preciso acomodar la enseñanza a los conocimientos previos de los alumnos. ¿Cómo puede hacerse en un grupo actuando como si todos tuviesen los mismos datos en la cabeza, los mismos deseos e intereses en el corazón? Si pensamos en una situación similar en el ámbito de la salud comprenderíamos el disparate que supone reunir a veinticinco pacientes y a través de la observación hacer un diagnóstico simultáneo y aplicar una receta idéntica para todos. ¿Qué sucedería? Alguno moriría por la alergia a un medicamento, otros seguirían padeciendo el mal con el que llegaron, alguno vería cómo se agravaba un mal incipiente… Sería mucho mejor que fuesen medicados. De ahí el viejo dicho: “Si las pócimas que nos dan los médicos fuesen arrojadas al fondo del mar, la humanidad estaría mucho mejor y los peces mucho peor”
Se ha considerado frecuentemente la diversidad como una rémora. Se ha tendido a formar grupos lo más homogéneos posibles y se ha apartado a quienes mostraban una diferencia (por arriba o por abajo) muy acusada. La falta de preocupación por las diferencias no es sólo una traba didáctica sino un atentado a la justicia. Ya en 1966 decía Bourdieu que “la indiferencia hacia las diferencias transforma las desigualdades iniciales en desigualdades de aprendizaje”. Si se exige por igual a quienes son de partida tan desiguales no se hace otra cosa que implantar institucionalmente la injusticia.
Como en la escuela la actuación se dirige hacia un alumno tipo, los que no responden a él, se encuentran con dificultades de adaptación. No es la escuela la que se adapta a los niños sino éstos los que tienen que ajustarse al modelo que se propone o se impone en la escuela. Lo digo no sólo por lo que respecta al aprendizaje de las materiales sino a la forma de comportamiento y de relación..
Para que la escuela de respuesta a las exigencias de la diversidad es necesario que se transformen:
– Las concepciones: no se trata de hacer por hacer sino de hacer por algo y para algo. Hay que romper los moldes de la escuela rígida, autoritaria y homogeneizadora.
– Las estrategias: las concepciones son dinamizadoras de la práctica. Es preciso poner en funcionamiento procesos inspirados en la filosofía de la diversidad para que no se quede la teoría en un bello discurso.
– Los requisitos: si se pretende desarrollar un curriculum que tenga como presupuesto la atención a la diversidad, es preciso contar con aquellos medios que hagan posible una acción coherente.
Si la filosofía de la diversidad llega a la escuela, teórica y prácticamente, se habrá ganado en la dimensión ética, mejorará la convivencia, y los aprendizajes serán más relevantes y significativos para todos y cada uno de los alumnos.
Los mismos alumnos tienen que hacerse también conscientes de la diversidad sin que unos entiendan que son más o menos que los otros por ser como son. Recuerde el lector aquel significativo diálogo entre el elefante y la hormiga acomplejada.
– ¿Cuántos años tienes, elefante?, pregunta la hormiga.
–Yo tres. ¿Y tú?
– Yo también tengo tres, pero es que he estado malita.
La gallina no es un águila fallida
4
Feb