Hace unos días se lamentaba con amargura la presentadora Isabel Gemio, en un programa televisivo, de la horrible falta de tacto que tuvo el médico que le informó sobre la grave enfermedad de un hijo suyo. Una enfermedad degenerativa irreversible. Lo hizo en presencia del hijo. Y la madre decía que no “le perdonaría nunca al doctor” (esa fue la expresión exacta que utilizó) que su hijo la hubiera visto llorar por él con tanto desgarro. El diagnóstico había sido certero, pero la relación establecida con ella había resultado catastrófica. No es fácil encajar una noticia de este tipo, manifestada con la necesaria claridad, pero es más trágico todavía ver que el enfermo, en este caso un menor, sufre por lo que le sucede y, además, por el dolor de la madre.
No hay médico que no sepa lo importante que es la relación que establece con el paciente. No hay quien ignore que el ser humano enfermo no es una máquina que se ha descompuesto. Con el diagnóstico –más o menos severo– le llega al paciente una información que tiene que asimilar psicológicamente. La forma de explicar lo que le sucede tiene que ser clara, pero no cruel. Tiene que ser directa, pero no agresiva. Tiene que ser rápida (porque a los médicos no les sobra el tiempo) pero no brutal.
Algunas veces, la prisa, la costumbre o la insensibilidad no permiten a los médicos caer en la cuenta de lo complicado que es recibir un diagnóstico, aunque sea esperado. Es una noticia que penetra como una espada o como una bala en el corazón. La forma de comunicar un diagnóstico fatal puede conllevar un alivio impresionante. No hay que engañar, hay que dulcificar. No hay que distorsionar, hay que suavizar. No hay que ocultar, hay que ayudar.
Piero Ferrucci ha escrito un hermoso libro titulado ‘El poder de la bondad’. Cuanta Ferruci en sus páginas una interesante anécdota, extraída de su propia biografía: “En cierta ocasión, dice, tuve que ir al dermatólogo. No vi sólo a un médico sino a un equipo de especialistas. Uno de ellos, una mujer, me examinó el pie durante largo rato con una lupa, sin decir una palabra. Al término de la consulta, cuando me disponía a marcharme, y después de que la doctora terminara de escribir sus notas, alzó la cabeza y al verme allí exclamó sobresaltada: ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?”. A la doctora le importaba el pie. No el dueño del pie.
Hay pacientes difíciles (hipocondríacos, sabihondos, perdonavidas, sádicos, torpes…) y hay médicos difíciles (hostiles, insensibles, malencarados, paternalistas, amargados…). Creo que mejoraría mucho el acto médico si todos (médicos y pacientes) hiciéramos un esfuerzo por mejorar esa relación, tan importante en la vida de las personas. No hay enfermedades, hay enfermos. La relación médico-paciente es un buena parte de la salud.
Se hizo hace unos años en la Unidad Docente de Murcia una experiencia interesante. Los médicos debían acudir a la consulta como pacientes o acompañando a un familiar enfermo, pero sin identificarse como médicos. La tarea consistía en observar y analizar la relación entre médico y paciente. Qué tipo de trato le dispensaba, qué relación establecía, qué explicaciones daban… Los médicos que hicieron la experiencia se sorprendieron de la falta de tacto y de la escasez de delicadeza de algunos compañeros.
Es necesario adquirir y desarrollar algunas destrezas relacionales que tienen tanta importancia como las destrezas técnicas de la profesión médica. Por ejemplo:
– Saber saludar: no entra un perro en la consulta sino un ser humano angustiado, intranquilo, asustado o dolorido. Bien se merece unas palabras amables y una sonrisa cordial.
– Saber mirar: el uso del ordenador está complicando esa relación directa que se establece a través de la mirada y de la observación atenta del paciente.
– Saber escuchar: tarea dificultosa en extremo y que no aprenderemos por mucho esfuerzo que hagamos. Para escuchar no basta tener los oídos sin tapones. Hace falta prestar atención interiormente, evitar los ruidos que nos distraen, establecer empatía con el otro, tratar de ir más allá de la expresión verbal y paraverbal…
– Saber comprender: lo cual significa ponerse en el lugar del otro y saber lo que quiere decir y no puede o lo que está diciendo sin pretenderlo.
– Saber explicar: el lenguaje especializado genera barreras difíciles de desmontar. ¿Para qué sirve la información que brinda el médico si el paciente no la entiende?
– Saber recordar: hay que ejercitar la memoria para recordar nombres, diagnósticos, historia, circunstancias, procesos, resultados…
Participé hace unos años en la evaluación de la formación de Médicos Internos Residentes en los hospitales de Málaga. Observé muchas consultas médicas. Era admirable ver trabajar a algunos profesionales de la salud en condiciones tan adversas de tiempo, de masificación, de escasez de medios… En algún caso podías comprobar también que hacía falta un esfuerzo de atención. Rostros inexpresivos que recibían la manifestación del paciente de manera imperturbable. Me preguntaba al ver aquella inexpresividad: ¿Estará despierto? E incluso: ¿Estará vivo?
La incomunicación puede tener muchas causas. Unas proceden de las circunstancias, de las condiciones, de las estructuras, de los contextos en los que desarrolla la práctica. Otras, de la deficiente actitud de los profesionales, muy bien preparados científicamente, pero con escasa atención para la relación personal. Otras provienen del paciente, que no sabe o no quiere o no puede expresarse correctamente. Y otras de imponderables que es difícil controlar. Algunas tienen su raíz en las trampas que a todos nos tiende el lenguaje. José Ignacio de Arana ha escrito dos libros de anecdotarios médicos: ‘Diga treinta y tres’ y ‘Respire hondo’. Son innumerables los casos que cuenta de mala comunicación entre médico y paciente. En el segundo libro narra la historia de un labriego que, preguntado por su mal, dice:
– Pues que me he caído y me he hecho daño en el minganillo.
El joven médico que se ocupaba esa tarde de recibir a los pacientes sonríe con picardía… El paciente es enviado a urología. Después de una concienzuda exploración realizada por tres médicos, incluido el tacto rectal, le dicen que puede irse tranquilo, que no tiene nada.
– ¿Qué te han dicho?, le pregunta su esposa al salir.
– Nada, que estoy bien, pero ahí dentro son todos unos degenerados.
Y es que luego se supo que El Minganillo era el nombre de una finca en la que el hombre se había accidentado al caerse de un árbol en el que recogía fruta.
¿Quién es usted?
28
Ene