El tren del fin del mundo

24 Dic

Lo recuerdo con una nitidez inusual. Un hecho concreto, minúsculo, pero muy significativo. Hace ya de esto muchos años. Tendría yo entonces cinco o seis. Viajaba en un tren expreso nocturno La Coruña-Madrid en compañía de mi padre. Era pleno invierno. Por lo que oía decir hacía muchísimo frío. Se había averiado la calefacción del tren. Recuerdo aquella sensación como algo maravilloso. Mi padre me tapó con una manta, me colocó tendido en el asiento de aquel compartimento, me arropó y con el traqueteo del tren como nana, me fui quedando dormido. Mientras lo hacía podía escuchar las expresiones relativas al intenso frío, al frío insoportable. Sentí, además del calor, la seguridad de estar protegido por alguien que evitaría cualquier peligro, cualquier amenaza. Podía dormir tranquilo. Alguien, para mí todopoderoso, velaba mi sueño en el asiento de enfrente. Qué paz, qué seguridad, qué calor privilegiado en medio de aquel ambiente gélido, en medio de tantos peligros nocturnos.
En la hermosa ciudad argentina de Ushuaia, la más austral de la tierra, circula un tren maravilloso que se llama ‘El tren del fin del mundo’. En la ciudad de Jujuy, también argentina, funciona otro tren que, por la altura a la que circula, se llama ‘El tren de las nubes’. Aquel correo La Coruña-Madrid era para mí el tren del fin del mundo, era también el tren de las nubes. En aquel tren podía ir hasta donde fuera. Yo me sentía a salvo, a gusto y feliz.
Los niños de hoy tienen muchas más cosas que los de nuestra generación. Lo podemos comprobar en estos días navideños. Muchos niños de hoy tienen de todo. Y sería terrible que les faltara lo esencial. Las muestras cercanas y constantes que conlleva la presencia amorosa de los seres queridos. Esa presencia que entraña protección, seguridad y afecto. La presión del trabajo del padre y de la madre, el ajetreo de las ocupaciones, la prisa y las exigencias de la vida social, las demandas prematuras y obsesivas de formación, dejan poco tiempo para compartir con los hijos y las hijas. Nos afanamos por su bien, decimos, pero les hacemos daño con la ausencia y la falta de contacto. Ellos y ellas no quieren muchos ceros en la cuenta corriente, quieren el círculo emocional de un abrazo sentido y prolongado. Ellas y ellos no necesitan muchos metros cuadrados de casa, lo que precisan es el refugio estrecho de la ternura.
He leído con detenimiento el libro de Ferrucci ‘La fuerza de la bondad’. La tesis que sostiene el autor en el libro es que “las personas bondadosas viven más tiempo, tienen más éxito en sus vidas y son más felices que el resto. En otras palabras –dice– están destinadas a vivir de una manera mucho más interesante y satisfactoria que quienes carecen de esta cualidad”. Las personas bondadosas, por pura lógica, hacen también más felices a los demás. Cuenta el autor, en uno de los capítulos del libro, titulado ‘Calor humano’ que una amiga suya llamada Dorotea oye llorar a la niña pequeña de sus vecinos. en la habitación contigua a la suya. Los padres la acuestan sola en la oscuridad. La niña llora durante largo rato, mientras los padres ven la televisión. El llanto desesperado de la niña expresa angustia y soledad. Dorotea piensa que si habla con los padres quizás contribuya a empeorar la situación. Decide cantar para que la niña se duerma. Al igual que ella oye a la niña llorar, ésta puede oírla a ella. Cada noche, cuando los padres acuestan a la niña, Dorotea le canta unas dulces nanas, le habla a través de los delgados tabiques, la tranquiliza y consuela. La pequeña escucha la voz invisible pero amiga, deja de llorar y se duerme plácidamente. El calor de la voz de la extraña la ha salvado de su gélida soledad.
En el tren de la vida hace frío porque el sistema de calefacción que son las relaciones humanas no funciona, porque el contacto entre las personas (‘carnefacción’, me gusta decir) permanece averiado por el egoísmo, la intemperancia, la crueldad, los intereses, la envidia, el rencor o la indiferencia. Las ventanas del tren están abiertas haciendo posible que penetre en los compartimentos el frío de un ambiente dominado por el individualismo exacerbado, la competitivad cruel y la obsesión por la eficacia. Por la dureza y la crueldad. ¿Dónde se ha ido la ternura, el sosiego, el calor humano?
Los niños viajan, a veces solos, a veces mal acompañados por padres y madres que mantienen una entretenida tertulia con amigos tomando una cerveza en la cafetería del tren, que leen ensimismados, que duermen agotados por el extenuante trabajo o que contemplan distraídos el paisaje a través de la ventanilla.
Excelente oportunidad la de estos días de frío y de compras para pensar en lo que necesitan y en lo que les damos a nuestros niños. Aplastados por montañas de juguetes los niños y las niñas se sienten solos y oprimidos, cada vez más alejados de la caricia. Saturados de cosas, deslumbrados por las luces, entretenidos con la televisión pero ateridos por el frío de la soledad y del abandono. La ternura no es sólo un quehacer de estas fechas, sino de cada día, de siempre. ‘Toujours’, dicen los franceses, que es la forma más hermosa de decir siempre.
En una fábula de Esopo el viento y el sol hacen una apuesta para ver quién consigue que un viajero se desnude antes. El viento empieza a soplar, pero el viajero no se desnuda. El viento sopla más fuerte. El viajero no sólo no se despoja de sus ropas sino que se arrebuja en ellas. El viento se pone a soplar con todas sus fuerzas, como un huracán, como un tornado. En lugar de desnudarse el viajero se abriga más. Es el turno del sol, que aparece y comienza a brillar. El viento cesa. Hace calor. Cada vez más calor. El viajero comienza a sudar y se desnuda. Ha ganado el sol, no por medio de la fuerza sino del calor.
Creo que el termómetro moral de una sociedad es el trato que dispensa a los niños. Nunca podré explicarme casos como el de la niña del alféizar. Es una terrible metáfora de nuestra sociedad. Ocurrió en Santander hace unas semanas. Los bomberos rescataron de un ventana situada en el segundo piso de un edificio a una niña que estaba sentada en el alféizar con las persianas bajadas a sus espaldas. Cualquier movimiento hacia adelante hubiera ocasionado su muerte. ¿Por qué estaba allí sola, expuesta al frío, al borde del abismo? ¿Quién la había dejado allí? Una sociedad que tiene colocados a sus niños en el alféizar de las ventanas es una sociedad indigna y cruel.
El tren en el que viajan niños solos y abandonados es un tren que circula hacia la tristeza, la desesperanza y la destrucción. Maldita la hora en que llamamos a los niños para hacer este viaje. El tren de la felicidad infantil se construye con cuatro ‘tes’: t de ternura, t de tiempo, t de tranquilidad, y t de tutela. Bendito tren en el que viajan los niños acompañados hacia la madurez y la libertad. El tren de las nubes de la felicidad. El tren del fin del mundo. Hasta allí de lejos se puede viajar en él.

2 respuestas a «El tren del fin del mundo»

  1. He leido muchos libros de Miguel A Santos Guerra y realmente me parece unos de los educadores mas grandes de nuestros tiempos. Le otorga a la enseñanza-aprendizaje el verdadero sentido que tiene la misma.UN GENIO!!! LO ADMIRO!!! Cada libro de el me deja una enseñanza aplicable en este camino que implica tanta responsabilidad y respeto como es el de la docencia.

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