Cada día hay más canales de comunicación, más medios para hablar, más conexiones entre las personas (mucho cómo) pero que cada vez hay menos cosas verdaderamente importantes que decirse (poco qué).
Si analizamos la mayor parte de los contenidos de los programas de televisión nos daremos cuenta de la banalización que está adquiriendo la comunicación. Muchos de los temas que se abordan están situados en la superficie de la vida, en la trivialidad de las relaciones, en la estupidez de los comportamientos.
Cuando observo que reporteros del corazón persiguen micrófono en ristre a un personaje de la farándula me pregunto qué es lo que pretenden saber, qué es lo que el personaje en cuestión tiene que decir y a quién diablos le puede interesar su opinión. Pero el ‘cómo’ tiene que potenciarse hasta el infinito. A esos reporteros (pobrecillos) les ha ‘obligado’ alguien a realizar esa vergonzante persecución. A los famosos les pagan cantidades importantes por decir sandeces, los programas compiten en dar informaciones novedosas y, a ser posible, escandalosas y la guerra de las audiencias impone criterios de competitividad salvaje. El contenido de todo lo que circula por esa red, poco importa. Lo decisivo es que funcione.
Muchas conversaciones que circulan por la red a través de los ‘hats’ se realizan desde personalidades supuestas o fingidas. ¿Qué profundidad puede haber en ellas? ¿Qué sinceridad? Los viejos se hacen pasar por jóvenes, los hombres por mujeres, los niños por adultos, los tartamudos por personas locuaces, los tímidos por atrevidos, los sordos por hablantes, los feos por guapos, los bajos por altos… Lo importante es que la información se mueva. La veracidad de la misma es lo de menos.
No abogo por un tipo de comunicación constantemente denso y profundo que se aleje de las cosas intrascendentes de la vida, de los pequeños matices de la realidad. No sería deseable. Ni posible. Pero me gusta menos un tipo de comunicación que, como decía Erich Fromm, sea meramente superficial.
Los mensajes cortos (SMS) no permiten argumentar ni estructurar. Solamente permiten comunicarse a ráfagas muy fugaces, escasamente hilvanadas. ¿Cómo comparar estos textos con el de las ya casi olvidadas cartas, escritas con sosiego y concentración? Qué decir de las abreviaturas que están destrozando la escritura de muchos jóvenes. Expresiones incorrectas, faltas de ortografía, jeroglíficos que persiguen la brevedad a costa de la riqueza y de la precisión del mensaje… Ahorrar una pulsación es mejor que utilizarla, independientemente de los efectos que tenga sobre el discurso.
Fijémonos. En el trabajo, en la familia, en la calle… la mayoría de los contenidos de nuestras conversaciones se mueven en los aledaños de lo sustantivo. La mayoría de los comentarios incide sobre lo ‘superficial’, no sobre lo ‘central’. ¿Dónde has estado este verano?, ¿te has comprado ya el coche?, ¿te han subido el sueldo?, ¿has terminado la obra?… Pocas veces se llega al fondo de las sensaciones, a la riqueza más viva de las ideas, a los aspectos más fundamentales de la vida. Pocas veces nos preguntamos si somos felices, si avanzamos en la dirección adecuada, si estamos aprendiendo a respetarnos, si el hombre está disminuyendo en el mundo, si hay menos o más ignorancia, si estamos destruyendo el planeta, si la opresión crece o disminuye… Esas cuestiones son, para muchas personas, un auténtico ‘peñazo’.
Resulta más reconfortante hablar de fútbol, de carreras de coches, de competiciones deportivas, de modas, de chismes, de escándalos, de ropas, de enlaces o rupturas matrimoniales, de infidelidades escandalosas, de de frivolidades en suma. Basta ver la papanatería y la ingenuidad con la que muchas personas contemplan boquiabiertas los oropeles ridículos y a la vez escandalosos de las bodas reales, sin hacerse preguntas elementales: ¿quién lo paga?, ¿qué problemas se podrían solucionar con todo este dinero?
Hay personas con una capacidad inconmensurable de trivializar las situaciones, de quitarle hierro a los problemas, de quedarse en el extrarradio del ser.
Hay quien muestra un incultura militante. Cuenta Enrique Mariscal en su libro ‘Cuentos para regalar a las personas que no leen’: “Una mujer leía con atención una selección de poesías cuando, indignada, le dijo a su marido, con quien llevaba cuarenta años de casada:
–¡Qué vergüenza, Manolo! ¡Este tío Gustavo Adolfo Bécquer te ha copiado las poesías que tú me escribías cuando éramos novios!”
Crear y potenciar los canales de la comunicación es muy importante. Pero no lo es menos que tengamos cosas interesantes e importantes que decir. Para ello hay que leer, hay que pensar, hay que profundizar en las relaciones y hay que dar rigor a los análisis. Hay que preguntar por qué el Katrina ha castigado más a los desfavorecidos, por qué se mantiene la carrera armamentística cuando hay tanta miseria, por qué se destruyen alimentos si hay tanta gente con hambre…
Hay que hacerse más preguntas, poner en cuestión más cosas, ir al meollo de la realidad, saber hacia dónde va esta sociedad nuestra por tantos motivos hermosa, pero por tantos otros horrible, saber si cada días somos más felices o más desgraciados, más justos o más insolidarios, qué les pasa a las personas no sólo en su aspecto exterior sino en su mente y en su corazón.
Se trata de una pregunta crucial: ¿De qué sirve perfeccionar el cómo comunicarlo si no tenemos nada interesante que comunicar? No hay nada más estúpido que ponerse a correr de forma acelerada en la dirección contraria a la que debemos ir.
Creo que mejorar la comunicación exige más interés por las personas, más tiempo para la conversación, más capacidad de escucha, más capacidad de expresión argumentada y sincera, más interés por las cuestiones esenciales que afectan a la convivencia y a la felicidad de todos.
Mucho cómo y poco qué
24
Sep