Confesaba Victoria Beckam hace unos días que nunca había leído un libro. Casi se jactaba de ello. Algunos de su mismo gremio dirán que ni falta que le ha hecho. Y es verdad si se piensa en el dinero y la fama que ha conseguido. Pero la cultura y, sobre todo, la sabiduría no tienen relación directa ni con el dinero ni con la fama.
Uno de los males más desdeñables que nos ha tocado vivir en esta época es la pedantería. Según María Moliner, la pedantería es el atributo de la persona que se muestra convencida de su valer y que, por ello, manifiesta desprecio por los demás. Por eso, la autora del célebre Diccionario califica a las personas pagadas de sí mismas de ‘creídas, pedantes, engreídas, fatuas y presumidas’.
Hace unos días contaba la periodista Paloma Gómez Borrero en la televisión que oyó a un cardenal decir de un compañero de la curia:
– Se cree champán y es sólo gaseosa.
Una magnífica definición de las personas pedantes. Se creen mucho más de lo que son. Y, por supuesto, más que los demás. Los verdaderos sabios son humildes. Es más que probable que un necio redomado sea petulante. Una profesora de Instituto (por favor, que nadie generalice) decía al terminar una clase: “La verdad es que estoy infrautilizada al trabajar con estos cafres”. Qué creída y qué ridícula.
Los pedantes suelen mostrar con rapidez y facilidad el escaso valor de sus oropeles. En la archieditada novela de Javier Cercas ‘Soldados de Salamina’, un personaje de patente incultura lee el nombre de una calle dedicada a un célebre prehistoriador. Y ella comenta: “Deberían haberle puesto a la calle el nombre de una persona que, al menos, hubiera terminado la carrera”.
Pascal Bruckner afirma: “Nuestra época ha dejado de venerar el estudio y la instrucción. Sus ídolos están en otra parte y se llaman relumbrón, mercantilismo y petulancia”. Basta ver en la televisión qué tipo de personajes adquieren celebridad y qué es lo que hace falta para que la consigan.
Esa forma de sentir y de pensar está dando lugar a un estado de opinión que eleva a la fama a personas zafias que despliegan sus alas como el pavo real, sin darse cuenta de que al levantar las alas dejan al descubierto otra parte menos vistosa de su anatomía.
Propongo al lector un sencillo experimento. Preguntar a un número determinado de jóvenes (y de adultos, por qué no) quiénes son y por qué son conocidas las personas que integran estas dos listas de siete nombre:
Primera lista: Emilio Lledó, Mariano Barbacid, Santiago Grisolía, Carmen Alborch, Soledad Puértolas, Fernando Colomo y Maruja Torres.
Segunda lista: Pocholo, Belén Esteban, Dinio, Yola Berrocal, Paco Porras, Malena Gracia y Nuria Bermúdez.
El resultado sería significativo. Y la explicación del mismo estaría cargada de preocupación. ¿Qué hace falta en este momento para adquirir notoriedad? No aparece alguien en la televisión por haber hecho o estudiado cosas importantes sino que es importante por el hecho de salir en la televisión.
El aire de superioridad y de engreimiento que muestran algunas personas es verdaderamente ridículo. Se jactan de hechos, de frases y de posesiones de tal manera que provocan vergüenza en las personas sensatas, aunque dejen con la boca abierta a las bobaliconas. El ridículo en el que se sumen es tan grande que suscitan más compasión que desprecio. Te harían reír si no contribuyesen a crear y mantener un estado de opinión en el que las banalidades se convierten en valores y los valores auténticos en insignificantes banalidades.
En una corrida de toros un espectador pidió a la persona que tenía al lado un bolígrafo porque deseaba solicitar un autógrafo al actor Espartaco Santoni. A quien le pidió el bolígrafo era, nada más y nada menos que el científico Severo Ochoa. Elocuente paradoja.
Nadie está exento de esa ridícula ambición. Como decía Pascal en su obra ‘Pensamientos’: “La vanidad está tan anclada en el corazón de la persona que un soldado, un patán, un cocinero, un mozo de cuerda se jactan de lo que son y quieren tener sus admiradores, y los mismos filósofos lo desean, y los que escriben contra esto quieren la gloria de haber escrito bien, y los que los leen quieren tener la gloria de haberlos leído, y yo que escribo esto tengo tal vez este deseo y tal vez aquellos que lo lean…”.
Existe otra modalidad de la pedantería que se instala en los ámbitos académicos. En la jaula de papel de la carrera universitaria, “la pedantería parece una virtud adaptativa. para subir en el escalafón”. ¿Quién no conoce a personas que permanentemente quieren hacer ostentación de todos sus conocimientos? Conozco conferenciantes que pretenden deslumbrar al público haciendo su discurso ininteligible. Y algunos oyentes se tragan ese ridículo anzuelo:
– Éste sí que sabe. No le he podido entender ni una sola palabra.
Como la jactancia lleva consigo el desprecio a los demás, en algunos ambientes académicos se cultiva un cainismo despiadado. La ironía, el sarcasmo y el desdén crecen con fines destructivos. El ingenio cobra visos de maldad. Gregorio Doval en su libro ‘Florilegio de frases envenenadas’ recoge un amplísimo catálogo de ejemplos. Alfredo Marquerie dice refiriéndose a un estreno de Alfonso paso: “Ayer se estrenó una obra de Alfonso Paso. ¿Por qué?”.
De la música de Richard Wagner dice Rossini: “Wagner tiene algunos maravillosos momentos, pero horrorosas medias horas”.
Pauline Kael dice refiriéndose a Robert Redford: “Se ha convertido en rubio hasta un punto alarmante. Va a pasar del rubio platino al rubio plutonio; su pelo va a juego con sus dientes”.
Los pedantes son como los pavos reales. Personas que quieren deslumbrar a los demás y lo único que consiguen es provocar una sonrisa de conmiseración cuando no de desprecio. Lo decía Baltasar Gracián de forma elocuente: “La perfección ha de estar en sí, la alabanza en los otros, y es merecido castigo que el que neciamente se acuerda de sí, discretamente le pongan en olvido los demás”.
Quizás sea difícil, pero hay que estar atentos para no caer en la pedantería