Hace algunos años, leí en un hotel de Londres, sobre la cabecera de la cama de mi habitación, un inquietante pensamiento: “Si no duerme usted bien, no le eche la culpa a nuestras camas: analice su conciencia”. Lo había dicho hace varios siglos el gran filósofo Sócrates: “La buena conciencia es la mejor almohada”. Hay que analizar la conciencia no sólo para dormir bien sino para vivir con dignidad. Por eso me tienen completamente admirado los señores alcaldes del PP que han decidido plantear objeción de conciencia ante la obligación que la ley les impone de casar a parejas de homosexuales. Me llena de satisfacción saber que quienes nos gobiernan tienen una sensibilidad moral de naturaleza tan delicada. Sé que han recibido del Vaticano la precepción pastoral debida: incluso con la pérdida del trabajo y del sueldo han de negarse a casar a las parejas homosexuales.
Resulta sorprendente, por contra, la laxitud de conciencia que han mostrado estos mismos ediles, u otros de su partido, al tomar postura ante la guerra de Irak. También desde el Vaticano se manifestó que era inmoral hacer esa guerra y apoyarla. Pero ahí no hubo alusión alguna a la objeción de conciencia. Solamente un silencio cómplice o la práctica del extendido deporte de encogerse de hombros mirando hacia otra parte. O, quizás, la convicción explícita de que ir a la guerra era una obligación estratégica y moral. Contra el mandato de la ONU, contra las leyes, contra la lógica, contra la verdad.
La actitud diferente (opuesta) no sólo puede advertirse en las reacciones y comportamientos de los fieles sino en los de la propia Iglesia. En el caso de la guerra, no instó a la desobediencia civil, no exigió la práctica de la objeción de conciencia, no pidió a sus fieles que se quedasen, si fuera preciso, sin puesto de trabajo o sin afiliación al partido. (Por cierto, creo que sería razonable y justo que el Vaticano se comprometiese a mantener a las familias de los objetores que promueve). El criterio utilizado en un y otro caso es sospechosa, oportuna y eficazmente opuesto. Las conciencias son las mismas. Invocar la objeción es ético y legítimo. ¿Por qué tan diferentes posturas en estos dos casos? ¿Es una cuestión de naturaleza ética la causa? ¿Habrá otras? Aventurémonos. En un caso estaba en el poder el partido impulsor de la decisión y ahora quien ha propiciado la promulgación de la ley sobre matrimonios homosexuales es el partido opositor. Hay otra diferencia sustantiva: en el primer caso estaba en juego la vida de muchos inocentes, en éste lo que está en juego es la felicidad de quienes durante siglos han sido etiquetados de pervertidos, discriminados en el ejercicio de sus derechos y perseguidos hasta la muerte. En un caso la violencia, en otro el sexo. Está claro que el sexo entre homosexuales no está vinculado a la procreación. Puede estar felizmente encaminado al placer, a la comunicación, al amor. ¿Es malo entonces? ¿Por qué?
Hay más. La propia teoría o doctrina de la Iglesia dice que quien administra el sacramento del matrimonio no es el celebrante sino los propios contrayentes. Quienes realmente se casan son los novios. El celebrante es un simple testigo de la unión. ¿Por qué tanto alboroto? Aunque se invoque la ley del doble efecto (se pretende hacer un bien con la ley, pero se deriva un mal de mayor naturaleza), habría que poner en cuestión la perversión moral de la obligación derivada del precepto legal para los funcionarios que sirven al Estado y viven de él.
Existe obligación de cumplir una ley que se ha votado democráticamente en el Congreso. Quien se hace funcionario de un país aconfesional, debe ser consecuente con las exigencias democráticas del mismo. La injerencia de la Iglesia (escribo con toda la propiedad esta palabra) está una vez más fuera de lugar. ¿Es que acaso se obliga a casarse a los homosexuales y a las lesbianas católicos? Decir que el problema fundamental es que no se puede llamar matrimonio a la unión de estas parejas ya que tradicionalmente se viene aplicando la palabra y la definición a otras uniones, sería como decir que las realidades nuevas no existen porque no se encuentran en el diccionario palabras para denominarlas. No es una cuestión nominalista la que se baraja. A mi juicio es una cuestión de derechos. Y en una democracia es esencial respetar los de las minorías. esa es la auténtica cuestión moral.
¿Quién puede sufrir o indignarse porque otros sean felices? ¿A quién perjudica una pareja de casados homosexuales? ¿Qué daño le pueden hacer a los heterosexuales que pueden seguir casándose como desean? ¿Qué perjuicio le causa al matrimonio tradicional entre heterosexuales? Lo que resulta más peregrino, como he visto en estos meses, es tratar de justificar la exclusividad del matrimonio entre heterosexuales en la frase del Génesis “hombre y mujer los creó”. ¿Dónde está el nexo causal entre esta afirmación y el matrimonio? ¿Por qué no aplicarla a la amistad, a los puestos de trabajo, al derecho al poder, al acceso al sacerdocio o al cardenalato? En cualquier caso, ¿por qué imponerla a la sociedad civil?
En su ‘Ensayo sobre la pederastia’, inédito durante mucho tiempo, Bentham, tras descartar por falta de fundamento el temor al riesgo de despoblación y el daño a terceros en el caso de la homosexualidad, afirma que su reprobación únicamente puede deberse al dogmatismo religioso o a la antipatía natural. No me digan más veces, por favor, que me meto con la Iglesia. Sencillamente rechazo una injerencia inadmisible. Se debe gobernar la sociedad desde la actitud del respeto (todas las personas tienen dignidad) y desde el ámbito de los derechos (todos los ciudadanos tenemos idénticos derechos). Que una institución considere pecado algunos comportamientos afecta exclusivamente al ámbito de su influencia, es decir a la vida de sus fieles.
Monseñor López Trujillo, presidente del Consejo Pontificio para la familia, nos dice que una sociedad que no admite la objeción de conciencia es totalitaria. ¿Nos habla acaso Monseñor desde una institución profundamente democrática? El problema es previo: considerar que esta ley ‘es gravemente dañina’, ‘un delito grave que conduce a la destrucción del mundo’, ‘un escándalo mundial’ ¿Cómo se pueden probar estos asertos? Si alguien considerase lo obligación de la castidad una exigencia dañina, ¿tendría la obligación de negarse a cumplirla? Más fácil es explicar que una guerra produce daños terribles. No sería difícil justificarlo en la guerra de Irak que cada día paga el tributo horrible de la muerte de inocentes
Lo que conduce a una sociedad dictatorial es aquella postura que no admite los derechos de las minorías. Lo que envilece moralmente una sociedad es la crueldad, la violencia, la muerte, la ignorancia, el hambre, la injusticia y la discriminación, no la vivencia feliz y honesta de la sexualidad. No la libre y responsable unión de las personas, sean del mismo o de diferente sexo. Deberíamos tener sobre la cama una inscripción como la del Hotel londinense.