El juez de la Audiencia Nacional Juan del Olmo, que investiga los atentados del 11 M, se emocionó hace unos días mientras pronunciaba una conferencia en unas Jornadas sobre terrorismo internacional celebradas en Madrid. Fue aleccionador ver a un juez conmoverse y sollozar ante las cámaras de televisión. Se nos han vendido otros modelos, otras formas de ser hombres. Vi sus esfuerzos para controlar las lágrimas y para doblegar el sentimiento que le invadía impidiéndole seguir hablando. Me pareció un gesto maravillosamente tierno el que se dirigiera a una joven víctima, presente en la sala e inmovilizada en una silla de ruedas, llamada Laura Jiménez. El juez interrumpió su discurso, se dirigió a ella por su nombre y le dijo con lágrimas en los ojos: “Laura, la justicia va a dar respuesta a muchas cosas; de eso no te quepa duda”. Y añadió algo profundo y hermoso: “No nosotros individualmente, la suma de todos lo va a conseguir, por ti y por todos los que han sufrido”.
El acto era público, el papel del juez el de un importante hombre de la vida social, estaban presentes personalidades de la esfera política, y las cámaras filmaban la escena. Estoy seguro de que el juez Del Olmo tiene una gran cabeza, bien llena y bien amueblada. Pero me sentí emocionado al ver que también tiene un enorme corazón que no se recata en mostrar. Su emoción le honra. Y nos honra a todos los ciudadanos y ciudadanas del país. La conferencia tenía que continuar . “Debemos aguantar la emoción y continuar”, dijo mordiéndose los labios temblorosos.
El gesto me ha parecido tan conmovedor que me ha llevado a escribir estas ideas sobre la importancia de la vida emocional de los varones en nuestra cultura. Durante mucho tiempo se han castigado los sentimientos. “Los hombres no lloran”, se decía. Era un baldón mostrar la debilidad, el sentimiento. “Es un sensiblero”, “es una nena”, “llora por cualquier cosa”, “es débil”.. Algunos piden perdón cuando se emocionan en público. Creen que han sido protagonistas de una debilidad. Por eso me gustó que el señor juez no lo hiciera. Nada tenía de qué avergonzarse. De nada tenía que pedir perdón. Había mostrado la sensibilidad de un corazón noble y eso le llevaba a un compromiso profesional y a una exigencia más grande.
Carlos Lomas ha coordinado hace poco un hermoso libro titulado ‘Los chicos también lloran’ (Paidós, 2004). Un libro por muchos motivos recomendable
Las formas de ser hombres, como las formas de ser mujeres, son múltiples, pero hay una que es hegemónica. Todas ellas son producto de construcciones sociales. No somos como somos exclusivamente por la influencia de los genes. Somos como dicen que tenemos que ser. Para ello debemos seguir los modelos y los patrones de conducta que imperan en la sociedad. Y la sociedad es sexista. En el lenguaje, en las costumbres, en la educación, en el trabajo, en la moral… Podría poner tantos ejemplos que acabaríamos cansándonos. Todos los conocemos.
Cuando se realizan atrocidades contra las mujeres, cuando se produce maltrato, cuando se cometen violaciones, cuando los jueces exculpan a los violadores (otra vez ha vuelto a suceder hace unos días, para vergüenza de nuestra justicia) porque las víctimas no han opuesto suficiente resistencia o han provocado por su forma de vestir, cuando vemos que la mujer no accede a puestos de responsabilidad con la misma facilidad que los hombres o que cobran menos por los mismos trabajos, nos sorprendemos, escandalizamos e indignamos. Lo importante es preguntarse por las causas de esos desastres. Castigar a los delincuentes es una solución de escasa relevancia para la mejora. Imponer el régimen de cuotas es maquillar el problema. La verdadera solución está en la educación sentimental, especialmente la de los varones.
Hay que acabar con esa cultura patriarcal que presenta como modelo hegemónico el de un varón fuerte, violento, agresivo, potente, avasallador… ‘Muy macho’, decimos. ¿Qué se quiere decir cuando se dice ‘yo soy muy hombre’ o ‘no permito que se dude de mi hombría’?
La educación sentimental no se tiene en cuenta. Incluso se ridiculiza. Hay que reconocer los sentimientos, vivirlos profundamente, expresarlos con sinceridad, compartirlos con generosidad. Hay que saber reconocer y valorar los sentimientos de los otros, comprenderlos y compartirlos. Hay que aprender a sentir miedo, ternura, dolor, ira y amor. Y hay que saber manifestar esos sentimientos con claridad y hondura.
Nadie se avergüenza de ser muy inteligente. Algunos se sienten avergonzados de ser ‘demasiado sensibles’. ¿Por qué demasiado? De una persona extremadamente inteligente se dice que es un genio. De alguien muy sensible se afirma con desprecio que es sensiblero.
Me ha gustado oírle decir en una entrevista de radio al ministro de Administraciones Territoriales Jordi Sevilla que a las 7 de la tarde lo dejaba todo en el trabajo para ir a bañar a sus hijos. Y al corredor Carlos Sainz confesar que se retiraba porque su hija de seis años no sabía montar todavía en bicicleta. ‘Fíjese usted, decía, con seis años’.
Saber dar y recibir sentimiento, emoción y ternura enriquece a las personas. Es preciso vivir intensamente los afectos. Expresarlos. Compartirlos. Hay quien no es capaz de recibir afecto porque lo considera peligroso o porque no se encuentra lo suficienteme digno de ese amor. Hay quien no sabe darlo a través de las pequeñas e infinitas modalidades de la ternura. Por eso resulta tan necesaria la educación sentimental.
Los sentimientos se expresan de múltiples formas a través de pequeños gestos. Hay que practicar. Para ello hace falta constancia y lentitud. Dice José Antonio Marina en su libro ‘Laberinto sentimental’: “La prisa se opone a la ternura. No hay ternura apresurada”. Y añade: “La prisa está unida a la violencia. El apresurado lo quiere todo ahora y la violencia es el camino más corto”. Conocí un anciano que repartía caramelos diariamente a los niños y niñas en el pueblo navarro de Corella. Lo hacía parsimoniosamente con esta ingeniosa frase, cargada de afecto:
– Toma, cariño, el de hoy y el de mañana. Y mañana otra vez.
Los chicos también lloran
12
Feb
me encantó el artículo, sin duda, si la mayoría de los hombres permanente mostraran su emociones, o si antes aún, fueran capaces de desarrollarlas y entonces expresarlas, muchos cambios positivos se producirían en las relaciones humanas