Quién se matricularía en una Academia de enseñanza de la ortografía que tuviese en el frontis de su sede y en sus folletos de publicidad un anuncio de esta índole? Hay que reconocer que algunas instituciones, algunos partidos políticos y algunos profesionales de diferentes gremios podrían utilizar un lema de este tipo al anunciarse ante sus potenciales seguidores y usuarios. Mal camino. No tanto por la inscripción, que los ahuyenta, cuanto por la falta de preparación que desvela.
La incompetencia es uno de los males más inquietantes en una sociedad cuyas instituciones y profesionales prestan servicios a los ciudadanos. Un político incompetente es un castigo para la sociedad. Un médico incompetente causa daños irreparables. Un profesor incompetente es una desgracia para quienes tienen que padecer su impericia. Un funcionario inútil es un freno para la eficacia.
Ser un profesional incompetente es una grave irresponsabilidad. ¿Pensamos el desastre que podría causar un piloto de avión incompetente? ¿Y un cirujano que no conoce los más elementales avances de su especialidad? Los ejemplos de malas prácticas pueden multiplicarse. Hay fontaneros que causan una avería irreparable en la lavadora que pretenden arreglar, periodistas que no saben hablar o escribir, dentistas que no conocen las técnicas modernas de creación de hueso por implantación del plasma, políticos que, como advenedizos que muchas veces son, no tienen ni idea de lo que se traen entre manos.
No basta la buena voluntad, no basta el esfuerzo, no es suficiente esa vitola que muchas veces parece justificarlo todo que es la “vocación”. Hay que tener competencia. Un amigo me contó hace tiempo una anécdota de su padre, que era un importante director de orquesta. Pocas horas antes de un concierto importantísimo, uno de los músicos se pone enfermo. Otro integrante de la orquesta le dice al director que él tiene un amigo que es una buenísima persona y que puede suplir al ausente. El director contesta (perdón por el exabrupto, que reproduzco en honor al relatante):
– A mí tráigame un hijo de puta, pero que toque bien.
Después de contar esta anécdota, he de hacer una advertencia importante. Hay profesiones (especialmente las que requieren relación directa interpersonal) en las que la competencia exige una capacidad de relación honesta y afectuosa. Entre ellas, la medicina y la docencia. No basta saber operar para ser un médico competente. No basta dominar los conocimientos para ser un buen profesor. Todo eso entra en la expresión “pero que toque bien”.
La competencia profesional se logra mediante una formación inicial sólida y eficaz. Teórica y práctica. ¿Dónde tiene lugar la formación de los políticos? ¿Se aprende a ser un buen profesional de la política por ciencia infusa? Pero, dado el avance que todas las ciencias, saberes y prácticas profesionales tienen en estos momentos, se exige además una formación permanente seria y constante.
Otra forma de garantizar la competencia de los profesionales son los procesos de selección. En la medida en que el enchufismo, la corrupción, el nepotismo, el clientelismo, la adulación, el chantaje, el soborno, la ligereza y la falta de rigor estén presentes en el proceso de selección, existirán pocas garantías de que asuman los puestos personas bien preparadas. ¿Quién no conoce a inútiles consagrados que ocupan puestos de responsabilidad porque les ha puesto en ese lugar un amigo de toda la vida, un pariente cercano o un jefe venal? Hablo de la falta de rigor porque, si el proceso de selección tiene poco que ver con las destrezas profesionales, por muy exhaustivamente que se siga, elegiremos a una persona inadecuada para desempeñar el oficio. Pongo por ejemplo el proceso de selección de profesorado en el que solamente se tiene en cuenta el nivel de conocimientos adquiridos, pero no el específico dominio de saberes y destrezas de la profesión docente.
Otra fuente de incompetencia es la irresponsabilidad. La persona en cuestión tiene capacidad, sabe hacerlo bien, pero no se esfuerza, no es diligente, no pone los medios. Produce una enorme frustración ver a personas incompetentes ocupando puestos y desempeñando oficios, cuando existen muchos profesionales valiosos condenados al paro o al desempeño de tareas de escasa cualificación. ¿Por qué no se va, por qué no echan a una persona que puede ser sustituida por otra que quiere y puede hacerlo mejor?
Es muy importante para luchar contra la incompetencia el que haya procesos de evaluación sistemática y rigurosa. Unos de naturaleza descendente, llevados a cabo por los responsables de las instituciones. Y otros de naturaleza ascendente (de indudable cimentación democrática) que se basan en la valoración de los usuarios de los servicios.
En algunos países tiene mucha fuerza esta exigencia de los usuarios. Y estoy seguro de que nosotros nos acostumbraremos a exigir también que aquellos que nos prestan un servicio lo hagan con rigor y con eficacia. Las querellas por “malas prácticas” constituyen un logro democrático que puede convertirse en un acicate para el buen desempeño profesional. Las formas modernas de denuncia por incompetencia suponen, en mi opinión, un avance sobre anteriores acusaciones de inmoralidad, herejía o heterodoxia. En eso, como en muchas otras cosas, somos deudores de Montaigne. Dice en sus Ensayos: “Nada me importa la religión que profesen mi médico ni mi abogado; tal consideración nada tiene que ver con los oficios de la amistad que me deben; en las relaciones domésticas que sostengo con los criados que me sirven sigo la misma conducta. Me informo poco de si mi lacayo es casto; más me interesa si es diligente; no temo tanto a un mulatero jugador, como a otro que sea imbécil, ni a un cocinero blasfemo como a otro ignorante de las salsas”.
Es cierto que la judicialización de la exigencia tiene sus riesgos. Para evitar querellas por haber suspendido a muchos alumnos, se puede aprobar injustamente a todos. Para evitar una denuncia por un parto natural problemático se puede elegir indebidamente practicar una cesárea, que entraña menos riesgos.
Resulta incongruente e irritante que una persona incompetente se muestre exigente con los demás. Que quien no sabe hacer las cosas se convierta en un déspota exigiendo a los inferiores que las hagan a la perfección. ¿No sería más lógico, más justo, más eficaz y más coherente que la persona incompetente empezase por exigirse a sí misma la perfección que pretende imponer por la fuerza a los demás?
Aquí se dan clases de “hortografía”
15
Ene