En estas fechas es casi obligado que los grupos (de trabajo, de ocio, de estudio…) celebren su comida o su cena de Navidad. Es una costumbre que hace imposible en estos días encontrar una mesa libre si no la has reservado previamente. No puedes ir a un restaurante sin encontrarte con la típica mesa alargada para diez, veinte o treinta comensales. Al ver esos floridos manteles comunitarios ya sabes que no vas a poder entenderte con tu pareja o tus amigos y que tendrás que hablar también a gritos o, si se prefiere, por señas.
¿Por qué gritamos? Resulta increíble el tono de voz que emplean algunos comensales. Puedes seguir, desde el otro extremo del restaurante, el contendido de cada intervención. Qué barbaridad. Sales ensordecido. Sobre todo porque, cuando son varias las mesas de la celebración, unos tienen que elevar la voz por encima de la de los otros para poder ser oídos.
La comida (o la cena) tiene momentos especialmente álgidos. Por ejemplo, la llegada del retrasado es celebrada con gritos estentóreos de alegría y vítores por el encuentro. El brindis (repetido hasta la extenuación) es otro momento de elevación de decibelios. A medida que va avanzando la comida el tono va subiendo hasta la total confusión. La excitación colectiva hace que las mesas entren en una competición para hacerse oír. De tal manera que llega un momento en el que nadie es consciente del griterío que se ha preparado. Por supuesto, ninguno piensa (qué pregunta más absurda): ¿estaremos molestando a los demás? No se hacen la pregunta, afortunadamente, porque la contestación dejaría mal parado no a quien grita sino al que no manifiesta la alegría propia de la celebración navideña. Porque esa es otra: quienes no entran en esa dinámica son los raros, los sosos, los incomprensibles. Los aguafiestas.
He comprobado que el tono inadecuado no es exclusivo de los restaurantes en Navidad. También he oído al pasajero que en un autobús del aeropuerto narra para todos lo que está sucediendo y que todos saben: “Hemos llegado con media hora de retraso, estamos en el autobús que nos lleva a la terminal, cogeré un taxi…”. Gracias, enterados. El contenido de la conversación puede ser de otra índole: “Pues nada, que ya estoy aquí, que ya puedes ir echando el arroz”. E, incluso, íntimo: “ Dale un beso a los niños antes de que se duerman. Ya sabes que te quiero”. Enhorabuena y saludos a la familia.
He visto también hablar a gritos en algunas clases. Siempre me he preguntado. ¿Por qué grita ese profesor? Si le oyen perfectamente sus alumnos hablando en un tono más bajo, ¿por qué forzar la voz? ¿Por qué crispar el ambiente? ¿Por qué tensar la situación?
Otros gritan para imponerse porque piensan que una autoridad vociferante tiene más peso y más razón. En este caso, no se puede exigir (ni siquiera pedir): “Oiga, no me grite”. Porque ya se sabe la respuesta: “Te grito porque me da la gana. Y tú te callas”. Piensan que así la orden será más clara, más razonable y más terminante.
Lo que me resulta verdaderamente desagradable es el griterío en las tertulias televisivas o de radio. Se está extendiendo la opinión de que quien más grita es quien tiene más razón. Quien apabulla al otro con voz atronadora es el que da el argumento de más peso. Y, si hablan a la vez, que es lo más frecuente, logra imponer su criterio aquel que se desgañita y logra superar a los demás hasta hacerlos callar. Es una vergüenza ver (y, sobre todo, escuchar) el griterío en que se convierte el diálogo. No importa la razón, importa el ruido. No importa el hilo argumental, importa el grito encadenado y amenazador.
La cultura de una sociedad es inversamente proporcional al ruido que las personas que la integran están dispuestas a soportar. Dice Azorín: “El grado de sensibilidad de un pueblo –consiguientemente de una civilización– se puede calcular, entre otras cosas, por la mayor o menor intolerancia al ruido”.
Hay quien grita porque sí. Hay quien grita porque una situación de euforia le pone en el disparadero del bullicio ensordecedor. Y hay quien grita de rabia y de furia cuando está enfadado ¿Por qué gritamos cuando estamos enojados? ¿Es que no nos oye el interlocutor si hablamos en un tono bajo y cercano?
He aquí una hermosa historia procedente de la sabiduría oriental. Un día, Meher Baba preguntó a sus discípulos:
– ¿Por qué la gente se grita cuando está enojada?
Los hombres pensaron unos momentos.
– Porque perdemos la calma, dijo uno, por eso gritamos.
– Pero, ¿por qué gritar cuando la otra persona está a tu lado?, preguntó Baba. ¿No es posible hablarle en voz baja?
Algunos añadieron otras respuestas hasta que finalmente Baba explicó:
– Cuando dos personas están enojadas, sus corazones se alejan mucho. Para cubrir esa distancia, para poder escucharse, deben gritar. Mientras más enojados estén más fuerte tendrán que gritar para escucharse uno a otro a través de esa gran distancia.
Luego Meher Baba añadió:
– ¿Qué sucede cuando dos personas se enamoran? Los enamorados no se gritan sino que se hablan suavemente. ¿Por qué? Sus corazones están muy cerca. La distancia entre ellos es muy pequeña. Cuando se enamoran más aún, ¿qué sucede? No hablan, sólo susurran y se vuelven aún más cerca en su amor. Finalmente, no necesitan siquiera susurrar, sólo se miran y eso es todo.
Y para concluir les aconsejó:
– Cuando discutan no dejen que sus corazones se alejen, no digan palabras que los distancien más. Llegará el día en que la distancia sea tan grande que no encontrarán ya el camino del regreso.
¿Por qué no dejamos de gritar?, ¿por qué no hablamos más bajo? A este paso, entre gritos de alegría navideña, gritos argumentativos, gritos de mando y gritos de reproche, acabaremos todos necesitando un sonotone porque nos vamos a quedar sordos o, al menos, aturdidos. Hay que bajar el volumen.
Hay que bajar el volumen
25
Dic
Yo odio que la gente grite y que pongan sus aparatos de sonido a todo volumen, tanto en sus casa como en sus autos. Me exaspera tener que estar escuchando todo ese ruido y más cuando se trata de \