Mamá y mamá

23 Oct

madres.jpg Siempre me ha llamado la atención ver cómo una parte de la humanidad se ha empeñado en frenar los avances que otra parte de la misma impulsaba. Una y otra vez, y otra vez, y otra vez… Produce cansancio ese empeño de tirar hacia atrás. No se dan cuenta quienes lo hacen que se asemejan a los viajeros de un barco que, molestos con la dirección del mismo, se pasan el día avanzando de popa a proa, en un intento vano de frenar el sentido de la dirección. Cuando ya se impone la lógica, cuando la fuerza de los hechos se hace inexorable realidad, todo parece natural. Muchos de los logros se han conseguido con sangre. Sangre de héroes anónimos, de personas que han sufrido las consecuencias de su atrevimiento, de su valentía, de su inteligencia, de su rebeldía, de su bondad. Han pagado el tributo de vivir diez, cien años por delante del resto de los humanos. Los demás nos hemos beneficiado de la intuición y el empeño de estas víctimas, de estas personas pioneras. Todos hemos disfrutado, al fin, de los beneficios de la extensión de las libertades.
Se ha utilizado como freno a veces la moral, a veces las costumbres inveteradas, a veces la tradición, a veces la ciencia, a veces ‘el bien común’ o el ‘bien particular’, a veces la religión, a veces al mismo Dios… Se ha convertido en escándalo un cambio que ha puesto en cuestión las prácticas vigentes de la sociedad. Todos recordamos el escándalo de los bikinis en las playas, de las minifaldas por las calles, de la utilización de preservativos, de la aprobación del divorcio, del estudio de las mujeres en la Universidad, del voto femenino… ¿Dónde están los escandalizados censores? ¿Qué dicen ahora?
Podría poner muchos ejemplos de héroes anónimos. Los hay a miles en el impresionante libro (he elegido con precisión el adjetivo) de José Antonio Marina y María de la Válgoma titulado ‘La lucha por la dignidad’. Una chica negra que osa subirse a un autobús de blancos y es expulsada a golpes y patadas, una madre soltera que decide no abandonar el pueblo y es objeto de burlas y desprecios, un trabajador que exige el necesario descanso remunerado en la empresa, un homosexual que se atreve a dar un beso a su pareja en plena calle…
Decía Juan José Millás hace unos días en El País, en un artículo cargado de ironía y de inteligencia titulado ‘Libertad’, que muchos no habían entendido que el divorcio o el matrimonio entre homosexuales o el uso del preservativo eran simples opciones, no mandatos. ¿Por qué obligar a todos a vivir bajo un mismo patrón? ¿Sería lógico y ético que condenásemos y tratásemos de impedir, por considerarla rara, absurda o antinatural, la opción del celibato?
Ahora se cuestiona el la adopción de niños y niñas por homosexuales. Se utilizan diversas razones. Todas ellas, a mi modo de ver, de escasa consistencia, ante el hecho fundamental de que algunos niños y niñas encuentren el amor, el cobijo, la atención, la ternura y el cuidado de unos adultos responsables. ¿Es mejor dejarlos en la calle? Dicen algunos que no se puede experimentar con los niños. ¿No les asusta el experimento de entregarlos a una pareja de heterosexuales viciada por el desamor o por las más perversas y egoístas relaciones? Dicen que una pareja heterosexual es ‘algo’ distinto a una pareja de dos hombres o de dos mujeres. Pues bien, ¿por qué habrían de ser idénticas? ¿Es que no hay diferencias entre unas parejas de heterosexuales y otras? La referencia al polo femenino que necesitan las personas la encontrarán los niños y las niñas en la escuela, en la sociedad, en la vida. La familia es la paidocenosis fundamental, pero no la única.
El terrible experimento con los niños lo hace una sociedad cruel que les deja morir de hambre cada día en instalada indiferencia, contemplando el horror de su abandono, entregándolos a la miseria más absoluta, haciéndolos víctimas del chantaje y de la violencia de la guerra… Esos sí que son experimentos crueles.
Invocar a los niños como la causa más importante para negarles el beneficio de un hogar, de unos padres o madres amantísimos, resulta especialmente cruel. Por ser homosexuales, ¿no los pueden querer?, ¿no los saben cuidar?, ¿no los pueden educar? Creo que estas mentes tan bien organizadas, esos corazones tan bien intencionados temen que se produzca un ‘contagio’. Piensan que los homosexuales, por el hecho de serlo, son seres de tendencias antinaturales (la relación entre homosexuales se calificaba por la Iglesia como ‘pecado nefando’) que nadie debería copiar. Qué pena. Qué horror.
Una de las fuerzas que, tradicionalmente, ha tirado hacia atrás en muchas de estas cuestiones es la Iglesia católica. Al menos, su jerarquía. Porque hay teólogos y moralistas católicos que, afortunadamente, no están en la ortodoxia. Y así lo proclaman, con graves consecuencias a veces. Se dice que la Iglesia es una Institución temporal y, por consiguiente, sometida a las limitaciones y errores de la historia. De hecho, viene siendo una práctica habitual que reconozca los errores cuando las víctimas ya no pueden ser resarcidas por haberlos sufrido. ¿No sería un signo más auténtico del arrepentimiento no cometer nuevos errores? Obstinados en la separación de los géneros (pienso en los seminarios, en los colegios del Opus Dei, tan estrictos en que la convivencia sea entre personas del mismo sexo) es sorprendente que les parezca una aberración que un niño esté con dos hombres o con dos mujeres. No hay problema. Los niños saben acomodarse perfectamente. Quienes temían que padres separados influyesen negativamente en los hijos, han visto cómo los niños se han acostumbrado a estar con uno y con otro sin problemas. Y, si fuesen mayoritarios los hijos de padres separados, ¿habría que obligar a separarse a todos porque los niños no viesen en sus padres un ejemplo de excepcional rareza?
Si todos (me refiero a los espectadores y, especialmente, a los censores) viesen como una situación normal, natural, el que los niños o niñas fuesen adoptados por homosexuales, parte del problema que dicen que existe se habría solucionado. El problema no está en los homosexuales sino en quienes se resisten a tratarlos como iguales. Lo que durante mucho tiempo se ha considerado genético o natural se ha visto que era un producto de la cultura. Los antropólogos han ayudado mucho a relativizar la obsesión de la genética cuando han mostrado que en unos lugares resulta ‘natural’ lo que en otro lugar sería intolerable. “Viajar, decía Chesterton, es comprender que estabas equivocado”. La historia también nos enseña. Baste recordar el valor de la homosexualidad en la cultura griega.
Creo que la cuestión principal es conseguir que ese hogar que va a recibir a un niño o a una niña esté integrado por personas honestas, sensibles, generosas e inteligentes. Personas preocupadas por el bienestar, la seguridad y el crecimiento armonioso de los niños y de las niñas. Por lo que han sufrido, por lo que se les ha denostado y por su forma de vivirse y de vivir a los demás, no hay motivos para pensar que los homosexuales sean, de partida, peores padres o madres. Más bien habría que suponer lo contrario. Eso sí, habría que exigir esas condiciones a todas las familias que deseasen adoptar. Compadezco mucho más a un niño de una familia integrada por heterosexuales violentos, agresivos, insensibles y preocupados por su exclusivo bienestar. Dichosos los hijos adoptivos de homosexuales honestos y responsables.

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