Otra vez han entrado los señores obispos en escena para ‘iluminar’ a la ciudadanía. No han entendido que ya no estamos en los tiempos en que, desde los púlpitos, gobernaban la vida y las conciencias de los ciudadanos de este país. No han entendido que es mucho mejor para su fe y su moral que haya una separación tajante entre el poder civil y el poder religioso. Claro que son muchos años de alianza desde Constantino. Y muchos los años en los que quienes gobiernan el país celebran en la catedral de Santiago el día del Apóstol.
Esta vez ha sido en la catedral de Santiago de Compostela ante la presencia del Jefe del Estado y del presidente del Gobierno. Sin que se le hubiese preguntado por la cuestión, el señor arzobispo de Santiago, monseñor Barrio, se toma la libertad no ya de dar una opinión sino de establecer un precepto. Solamente los señores obispos tienen línea directa con el Altísimo. Dan por buena la comunicación divina, aunque se ha comprobado que las líneas han tenido serias averías en otros tiempos, averías que les han hecho entender errores clamorosos.
Sería interesante poder abrir debates en las homilías. Debería expresar su opinión todo el que quisiera. Sería estupendo poder replicar falacias, deshacer argumentos poco consistentes, exponer otras ideas. Todo el pueblo de Dios debería intervenir ya que, al parecer, todos los fieles son Iglesia. Pero, además, deberían tener derecho a la palabra todos los que están siendo reprochados, descalificados y tachados de torpes y de perversos. Sería estupendo poder levantar la mano e intervenir con libertad. ¿Qué sucedería?
Los ciegos y descarriados españoles no sabemos dónde hemos dejado la brújula. Estamos desorientados, entregados a influencias laicas que se convierten en dogmas “mientras la fe es simplemente tolerada en la esfera privada”. Se nos ocurre aceptar las leyes que emanan del Parlamento, en lugar de dirigirnos a la autoridad infalible. Nos advierte el prelado sobre “los intentos laicistas de aislar a la iglesia de la sociedad”. Y hay que recordar a monseñor que eso no es un peligro, eso es una exigencia no sólo lógica sino legal.
“No es posible entender y servir de verdad a España sin tener en cuenta las raíces cristianas, clave para interpretar la riqueza cultural de nuestra historia”, dice monseñor Barrio. Pero, una cosa es entender y otra servir a España. ¿Puede servir a España un budista, un mormón, un judío o un musulmán? No, según el prelado.
“Cuando se considera superflua la moral, la corrupción es algo obvio, afectando no sólo a las personas sino también a las instituciones”, dice el señor arzobispo. No es que no se tenga en cuenta la moral, sino ‘su’ moral. En nombre de ‘esa’ moral se han cometido muchos atropellos que no quiero ahora recordar. Hay que llamar a las sociedades y a los ciudadanos a respetar la ética, a obrar en conciencia. Nadie dice que valga todo cuando no se muestra de acuerdo con las directrices de la Iglesia.
Con la mayor tranquilidad, de espaldas a la ciencia y a la experiencia, dicen qué es lo natural y lo aprendido. Parece ser que la naturaleza sólo admite matrimonios heterosexuales. Una de las razones que utilizan no deja de ser pintoresca. Dice monseñor Barrio que el matrimonio heterosexual es “base ineludible de la familia, cuya quiebra supone la quiebra de la sociedad haciéndola vulnerable a intereses que nada tiene que ver con el bien común”. De donde se podría deducir un alegato contra la vocación religiosa y sacerdotal ya que también conlleva la quiebra de la familia y, por consiguiente, la quiebra de la sociedad.
Hacen bien los obispos en decirle a sus fieles qué es lo que tienen hacer. Hacen bien, incluso, en sugerir a los parlamentarios católicos que su voto tiene que tener en cuenta sus creencias. Pero no es de recibo que pretendan gobernar la vida, las leyes y las conciencias de quienes no están de acuerdo con su credo o con su moral. Lo cual no quiere decir que no la tenga, sino que difiere de la suya.
No es la procreación el único (ni el más importante) fin del matrimonio. ¿Qué decir, entonces, de las parejas que no pueden o no quieren tener hijos? ¿Es su matrimonio de segunda categoría?
¿Qué problema tienen en ver que otras personas sean felices sin hacer daño a nadie, siguiendo su opción sexual, estableciendo una unión y disfrutando de unos derechos que otros tienen? ¿No tiene ya las vestiduras suficientemente rasgadas por tantos motivos anteriores? ¿No ven que la historia ha ido haciendo aceptar con normalidad lo que resultaba inadmisible o asombroso?
Para qué hablar de quienes acuden al diccionario para decir que no contempla la posibilidad del matrimonio homosexual. No saben que el diccionario es el libro de actas de la lengua hablada. Y que van surgiendo nuevas acepciones, nuevas formas de expresión para recoger realidad antes inexistentes. Los aviones o los satélites artificiales no existirían porque hace algunos años esa palabra no figuraba en los diccionarios.
Cuando los antropólogos rompieron las fronteras de las sociedades y salieron en busca de otras culturas pudimos ver cómo muchos comportamientos que se habían considerado ‘naturales’ se podían contemplar como meramente culturales. “No está en los genes”, dice el título lapidario del interesante libro de Levontin y Rose.
El obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, dice que es “un atrevimiento desmedido pretender cambiar el orden inscrito en la naturaleza”. ¿Cómo tiene tan claro el señor obispo esos códigos presentes en la naturaleza humana? Muchos investigadores no están muy de acuerdo con sus tesis.
Los meros y otros peces cambian de sexo sin cirugía. Las hembras se vuelven machos y los machos se convierten en hembras con asombrosa facilidad. Ninguno es objeto de burla. Ninguno es acusado de traicionar la naturaleza. Ninguno es tachado de sacrílego por quebrantar la ley de Dios. ¡Quién fuera mero!
¡Quién fuera mero!
7
Ago