En la sociedad de la eficiencia, dominados por la cultura del éxito, es fácil caer en la tentación de evaluar las instituciones, los programas y los proyectos, a través de la consideración exclusiva de los resultados. Lo que no se puede medir, no existe. Lo que no ha conducido a un logro final no ha merecido la pena. El proceso conducente a la consecución de los fines, no tiene la menor importancia.
Sucede en todos los ámbitos de la realidad. Una empresa funciona bien si ha conseguido buenos dividendos, un alumno ha sido un buen estudiante si ha aprobado todas las asignaturas, un servicio ha sido excelente si ha atendido a un número grande de beneficiarios. No importa que la empresa haya conseguido los beneficios robando, que el estudiante se haya esforzado poco en aprender y que el servicio a cada usuario haya sido deplorable. Lo importante es alcanzar un logro cuantificable. El esfuerzo realizado, la situación de partida, la cualidad del trabajo importan poco.
El mecanismo parece simple y perfecto. Me prepongo unos objetivos y evalúo el éxito en la medida que éstos han sido alcanzados. Y compruebo el éxito a través de mediciones cuantificables. No hay error posible, no hay trampa ni cartón. La comparación, así, es fácil e incontestable. Ocho es más que cinco y cinco es más que tres. Se acabó la discusión.
Pues no. Aquí hay trampa y cartón. La primera trampa es pensar que si los objetivos son claros y operativos, la evaluación será incontestable. (Me ha llamado la atención ver en el aeropuerto de Madrid, reeditado, el famoso y por algunos denostado libro de Mayer ‘Formulación operativa de objetivos didácticos’. Tiene más de treinta años) Fíjese el lector algunas preguntas que este mecanismo silencia: ¿quién fijó los objetivos?, ¿son objetivos verdaderamente importantes? (porque si eran estúpidos, mientras más se consigan, peor). ¿Podían ser otros? ¿Hace falta un esfuerzo razonable para alcanzarlos?, ¿podrían ser otros?, ¿han de ser iguales para todos?, ¿qué se ha conseguido mientras se trataba de alcanzarlos?, ¿quién dice que se han conseguido?, ¿hasta cuándo dura su adquisición?, ¿para qué sirve alcanzar esos objetivos?…
Hay más trampas y más cartones. Por ejemplo, el comparar lo conseguido por unos y por otros cuando se parte de condiciones, de capacidades y de medios diferentes. Comparar lo incomparable es poco razonable y bastante injusto. Cinco puede ser mucho más que ocho y tres mucho más que cinco y que ocho desde otra perspectiva, desde otro modo de asignar valor a los números. ¿Cómo es posible comparar los resultados de dos industrias, de dos Universidades, de dos empresas, de dos personas… que tienen distinto punto de partida, distinto potencial, distinta capacidad, distinta historia, distinta finalidad?
La trampa más importante es que se olvida el valor del proceso. Se ignora todo lo que ha sucedido mientras ha durado el intento de llegar al logro. Y eso es, a veces, lo más importante. Se olvida si ha existido esfuerzo, si se ha hecho todo lo posible, si se han utilizado los medios disponibles, si se ha respetado la ética, si se han adquirido conocimientos importantes, si se ha puesto el cimiento para éxitos posteriores, si se ha trabajado sin sentir el látigo del autoritarismo, de la discriminación o del desprecio…
Abogar por la consideración de los procesos no significa renunciar a la exigencia o al rigor. Todo lo contrario. Significa evitar las trampas que hacen olvidar la verdadera exigencia y eliminar los cartones que impiden acceder a la visión rigurosa de la realidad. Alguien ha podido conseguir mucho haciendo trampas, sin el menor esfuerzo o a través del envilecimiento moral.
Me han contado, a propósito de esta evaluación que sólo está pendiente de los resultados, esta simpática y significativa historia. En un pueblo italiano viven dos personas del mismo nombre pero de diferente oficio. Los dos se llaman Giuseppe Nervi. Uno es el sacerdote del pueblo. El otro es el único taxista de la localidad. Ambos mueren el mismo día. Cuando llegan al cielo., San Pedro pregunta al primero que se acerca a su puerta:
–¿Cómo se llama?
–Giuseppe Nervi.
–¿El sacerdote?
–No, el taxista.
San Pedro analiza con suma atención su expediente. Le dice que se ha salvado y que, afortunadamente, le ha correspondido llevar en el cielo un mando de lino y un bastón de oro con incrustaciones de piedras preciosas.
Seguidamente se acerca el sacerdote, que ha sido testigo de la conversación anterior. Se presenta, muy ufano, como el sacerdote del pueblo.
San Pedro estudia su expediente y le dice que también se ha salvado, pero que le ha correspondido llevar un manto de esparto y un bastón de madera con pequeños trozos de piedra incrustados. El sacerdote, con firmeza y cierta indignación alega:
–Permítaseme mostrar mi desacuerdo por este agravio tan evidente. Yo he sido el párroco de esta localidad durante setenta y cinco años. He cumplido siempre con mi deber, he visitado a los enfermos, celebrado misa, administrado los sacramentos y pronunciado con fervor las homilías cada domingo… Sin embargo el taxista era un desastre conduciendo: se subía a las aceras, chocaba contra los árboles, aparcaba en cualquier sitio, superaba la velocidad establecida, frenaba a destiempo, tenía accidentes cada dos por tres…
–Sí, dice San Pedro, lo sabemos. Pero en el cielo hemos aprendido a evaluar como se hace en la tierra. Ahora sólo nos fijamos en los resultados. Y hemos visto que mientras usted pronunciaba las homilías todo el pueblo dormía, pero mientras el taxista conducía, los pasajeros rezaban.
Trampa y cartón
24
Jul
¿cuáles son las probabilidades de este juego?