No sé si sabré expresar con precisión, fuerza y ternura todo lo que te quiero decir. Me tranquiliza, sin embargo, la idea de que tu dolorido corazón y tu mente limpia suplirán mis inevitables limitaciones (soy un hombre, no estoy en una silla de ruedas, no he sufrido abusos de quien debía protegerme…). Es difícil comprender, sin estar dentro de tu cuerpo hecho con la parálisis, la indignación, la angustia, el miedo, la humillación y el dolor de tantos días, de tantas noches, de tantas horas infinitas como ha durado el calvario que has tenido que recorrer.
Has nacido en el seno de una familia desestructurada, has vivido toda tu vida, veinticinco años, recorriendo el mundo en tu silla de ruedas, has estado en Amappace (Asociación Malagueña de Padres de Paralíticos Cerebrales) hasta que denunciaste los hechos. Durante doce insoportables años (se dice en un segundo, duran una eternidad) has padecido abusos que probablemente no logras borrar de tu memoria y cuyas secuelas aparecen como amenazadores monstruos cuando cierras los ojos. Sé que estoy dando por ciertos los hechos que has denunciado. Pero pienso que si es justo reconocer al acusado la presunción de inocencia (así lo hago), no es menos justo aplicar el mismo criterio hacia ti y pensar que no estás mintiendo, que no estás fantaseando, que no estás inventando una inmensa y absurda calumnia.
Ser objeto de abuso (aquí se puede decir con rigor ‘ser objeto’ más que ‘ser sujeto’) siempre es una tragedia. Pero si el que abusa es precisamente quien tiene la responsabilidad de cuidarte, de protegerte y de ayudarte, el desastre es más contundente, el oprobio más cruel y la desconfianza que se genera más desgarradora. y absoluta. ¿De quién me puedo fiar?, te habrás preguntando con angustia y tristeza. ¿Por qué a mí?, ¿por qué yo?, ¿por qué más?, ¿no era suficiente?, te habrás dicho a ti misma miles de veces.
Sé muy bien que denunciar estos hechos exige un valor casi tan grande como el desgarro vivido. ¿Quién hará caso de una joven paralítica que se enfrenta al jefe de una institución benefactora? Muchas personas no creen a las víctimas, se ponen rápida y eficazmente del lado del poder, de la riqueza, de la fuerza. Además, resulta doloroso revivir los hechos que quieres olvidar, hurgar en la herida que deseas que cicatrice para siempre, airear situaciones que el pudor te lleva a silenciar. En ocasiones, tú lo sabes, la denuncia se ha vuelto contra la víctima y la ha rematado. La víctima dispara la flecha de su denuncia hacia el cielo, allí nadie la recoge y cae sobre su cabeza clavándose con fuerza. “Ella lo habrá buscado”, “no se resistió con suficiente energía”, “se lo ha inventado porque es una fabuladora”, “está despechada por una negativa”, “algo iría buscando”, “le habrá provocado”… Ahí está el caso del alcalde de Toques, que sin duda conoces. El alcalde del pueblo que abusa de una menor. Ella quiere abandonar el pueblo consumida por la vergüenza mientras él es apoyado por los concejales (¡y las concejalas!), por el pueblo, por el cura, por algunos jefes de su partido.
Quizás te hayas arrepentido más de una vez de haber hecho la denuncia. Acaso, te habrás dicho, hubiera sido mejor guardar silencio, callar, tratar de olvidar. Los argumentos tienen mucha fuerza para las personas acobardadas: ya nada puede cambiar los hechos, quizás nadie me haga caso, es probable que me encuentre con un juez machista que no me crea, quizás la sociedad mire para otro lado… Pero tú no te has acobardado. Ten esperanza. Juan José Millás acaba de escribir un libro estremecedor (“Hay algo que no es como me dicen”, editorial Aguilar) sobre el caso de Nevenka Fernández, ex concejala de Ponferrada, que tú sin duda conoces. Si Nevenka se hubiera callado, la historia de la indignidad se habría apuntado una victoria. Millás nos explica en uno de los últimos capítulos cómo “nace la nueva Nevenka”.
Después de cuatro interminables años desde la denuncia (¿quién repara el dolor de esta pesadilla con la que te encontrabas cada día al despertar?) el juicio todavía no se ha celebrado. Imagino que estarás deseando que este horror acabe, que se haga justicia de una vez y que todo pase. Así podrás mirar al futuro y no tendrás tu corazón anclado en unos hechos tan dolorosos. El día doce de mayo se va a celebrar el juicio. Eso espero, eso exijo en mi condición de ciudadano. Ojalá se imponga la verdad. Ojalá se acabe esa angustia de cada día, esta espera interminable. Ojalá no tengamos que lamentar otra sentencia injusta.
Querida Vanesa, permíteme felicitarte por tu coraje, por tu valentía, por la fuerza que ha supuesto hacer la denuncia. Desde tu silla de ruedas has hecho avanzar kilómetros la causa de la dignidad de las mujeres, has dado una victoria a la lucha por la dignidad. Tú has dicho valientemente “no”, tú has dicho “basta ya” a ese terrorismo cotidiano que muchos hombres irredentos ejercemos sobre mujeres indefensas. Enhorabuena por tu valor en nombre de la causa de la justicia.
La herida puede cerrar, tú no estás manchada, no estás sucia, no estás deshonrada. La deshonra es de los maltratadores, de los que abusan, de los que oprimen, de los que acosan. Hagamos una pequeña experiencia. Imagina que tienes un billete de quinientos euros. Se te cae al suelo, se llena de barro, se mancha, la gente lo pisa y, al final, cae en una cloaca. Afortunadamente lo puedes rescatar. ¿Qué harías con él? ¿Lo tirarías? No. Porque el billete conserva todo su valor. No ha perdido ni un céntimo.
Te quiero decir también que no estás sola. Sé que muchas personas te han acompañado. Estás también con todas las mujeres maltratadas de la historia, con todas las que has ayudado con tu postura valiente. Sé que no pretendes despertar pena, que rechazas una compasión sobreprotectora, que te repugna la expresión “pobre chica”. Sé que muchas personas, especialmente muchas mujeres, empañarían de buen grado tus lágrimas con ternura y abrigarían con hechos y palabras tu corazón. La sociedad no puede permanecer indiferente ante unos hechos que no son casuales sino que nacen de una situación machista que ha considerado a la mujer un objeto al que hay que usar y del que se puede impunemente abusar. Las raíces del machismo son muy profundas. Que llegue pronto una ley que se ha retrasado milenios. Pero no nos engañemos, la sociedad no cambia por decreto. Hay que seguir trabajando para que las concepciones, las actitudes y los comportamientos de las personas se rijan por la justicia y el respeto.
Querida Vanesa, permíteme que, para terminar, te cuente una pequeña historia. Te la dedico a ti y, a través de ti, a todas las mujeres que han sido objeto de abusos, de acoso, de malos tratos. Una familia tenía un caballo al que dejaba libre por el campo. Un día el caballo se cayó a un pozo. Como el pozo era profundo y el caballo muy viejo, decidieron, con increíble crueldad, no tomarse la molestia de sacarlo. Comenzaron a echar tierra sobre él. Cuando el caballo sintió la tierra sobre sus lomos, lejos de quedarse quieto y maldecir su suerte, se sacudió la tierra con fuerza, de manera que cayó a sus pies. Subió el nivel del suelo. Le siguieron echando tierra y el caballo repitió una y otra vez el gesto enérgico. El nivel del suelo fue subiendo. Le echaron tanta tierra que el caballo salió trotando en libertad. La tierra con la que pensaban sepultarlo se convirtió en el peldaño de la liberación.
Querida Vanesa. No lo olvides: el pájaro canta sobre la rama porque, aunque la rama se rompa, él puede echarse a volar. Los pájaros, dice Eduardo Galeano en un hermosísimo libro que acaba de publicar, titulado ‘Bocas del tiempo’, no anuncian la mañana. Cantando la hacen. Recibe, con mi enhorabuena y mi gratitud por tu valentía, un gran abrazo.
Querida Vanesa
1
May