Cuevas de Ardales y La Pileta
La provincia cuenta con dos de los yacimientos de la prehistoria más aclamados en Europa, tanto por su vasta colección de arte rupestre, como por sus revelaciones en torno al hombre del Paleolítico
LUCAS MARTÍN
Tuvo que sentir la acumulación repentina de colores apagados, de frío acuoso, parecido al de los sótanos, de chillidos de animales. Una sensación de inquietud y de novedad lo suficientemente aguda como para soliviantar a un hombre experto, de campo. José Bullón estaba allí por los murciélagos, recorriendo el boquete del cerro por donde salían en estampida, viendo algo parecido a una cripta misteriosa, con extrañas inscripciones y siluetas infantiles-de moros, diría él- en las paredes.
Era el cerro de La Pileta. Una estribación montañosa perteneciente a Benaoján, que pronto sería conocida por mucho más que sus valores naturales. Bullón había sido el primero en mirar, en explorar un agujero del que saldría un mundo con el que casi nadie contaba. Y que, junto a la vecina y paralela cueva de Ardales, haría que la zona comenzara a aparecer a todo color en prestigiosas publicaciones internacionales, participando, incluso, de manera decisiva en el debate de su tiempo, el de Darwin, el de la animalidad del hombre.
Pocos monumentos andaluces han aportado tanto a nivel científico. Las cuevas prehistóricas de La Pileta y Ardales, pese a la abulia nacional, figuran entre las más importantes de Europa. Y fueron anotadas e investigadas por los grandes genios jesuitas de su tiempo: Hugo Obermaier, Henri Breuil. Fue este último, conocido como el Papa del Paleolítico, el primero en advertir la originalidad del descubrimiento. Gracias a un golpe de azar, y, sobre todo, al artículo escrito por Willoughby Verner, un militar aficionado a la ornitología y residente en Algeciras al que había llegado el alboroto informativo de los campesinos, de la rareza del sitio, de lo visto e interpretado por Bullón durante su paseo solitario de 1905.
Algo, en todo ese relato imperfecto, lleno de suposiciones y soldaduras, llamaba la atención de Breuil. Y su instinto no tardaría en ser correspondido. Una primera expedición, guiada por el lugareño, le valió para comprender la confluencia aluvial de elementos extraordinarios: la variedad y cantidad de sus pinturas, de dibujos de peces, de cabras, de ciervos. Pedro Cantalejo, que ha consagrado más de cuarenta años al estudio de ambos yacimientos, da una versión, actualizada por las investigaciones posteriores, de lo que vio el abate: todo un museo, un recorrido cronológico por el arte rupestre con motivos y trazos diferentes que abarcan más de 25.000 años, desde el Paleolítico al inicio de la Edad del Cobre.
Saber qué buscaban en las cuevas las primitivas comunidades es una cuestión cargada de lirismo, de ciencia, de intuición, de datos. Parajes como La Pileta o Ardales brindaban protección, estancias pedregosas en las que cobijarse en función de la estación, dentro del circuito que comunicaba las pequeñas rutas nómadas entre el interior y la costa. Cantalejo resuelve el enigma con un atajo de potencia evocadora: la razón por la que el hombre prehistórico deambulaba por la provincia era la misma que explica en nuestros días la afluencia constante de turistas. El clima, acaso el más templado del continente, la abundancia de vegetación, de animales, de montañas.
La Pieza del Museo de Málaga
Procedente de La Pileta, el pequeño colgante de arcilla encontrado en la Sala de los Murciélagos representa una figura femenina diseñada como un bitriangular, casi con forma de violín. En el triángulo superior destacan las perforaciones destinadas a la sujeción como colgante y dos pequeños pezoncillos que actúan realmente como pechos de la figura; en el triángulo inferior una nube de pequeñas perforaciones marcan la zona púbica del cuerpo. Adscrito a una cronología del Neolítico Final/Calcolítico, se trata sin duda de un adorno personal que se aportó como ofrenda funeraria situada en uno depósitos funerarios de la cueva. La delicadeza del modelado sirve para comprender que estos primeros pastores y agricultores eran personas con gustos refinados que portaban adornos personales que todavía hoy nos llaman la atención. P.CANTALEJO
Las cuevas de la serranía evidencian una presencia rica y milenaria que, sin embargo, habría quedado sepultada si no se hubiera dado la dosis justa de casualidad y erudición que precede a menudo a los descubrimientos. En el caso de Ardales, con un desencadenante aún más caprichoso: el terremoto de Alhama, que removió la tierra hasta dejar a la vista la entrada al agujero. Aunque conocido desde 1821, mucho antes que La Pileta, el yacimiento tuvo un largo periodo de desorientación académica. A mediados de siglo sería, incluso, adquirido por Trinidad Grund, que lo adecentó con unas escaleras y comenzó a explotarlo a nivel turístico. Grupos de aristócratas y viajeros paseaban por la cueva, pero sin apenas captar otra cosa que lo que les sugería lo que tenían enfrente y las explicaciones triviales de los guías. Hasta que en 1912, el científico Miguel Such llamó la atención de su colega Breuil. De nuevo, la implicación del religioso sería reveladora. Y con la misma contundencia que en La Pileta: Ardales no era sólo una cavidad extensa de amaneradas formas puntiagudas, sino también un punto clave para entender la prehistoria. Con pinturas todavía más antiguas, de hace 38.000 años. Y un osario que acredita la función del paraje como depósito puntual de cadáveres.
La huella dejada por el hallazgo de ambas cuevas en el panorama internacional se entiende mejor si se tiene en cuenta las sombras que se cernían sobre el estudio del Paleolítico. La Pileta y Ardales sirvieron para despejar importantes incógnitas nacionales como la existencia de colonias prehistóricas en el sur de la Península, que entonces se creía improbable. Y también para esclarecer puntos que entonces formaban parte a nivel global de un atropellado debate. Cantalejo explica que en esas fechas, la comunidad científica dudaba, incluso, de que en ese tiempo remoto hubiera un ser vivo en la tierra parecido al hombre. El foco de Málaga, como le llaman a la zona en las universidades extranjeros, dio la razón a Breuil, a Theilard de Chardin. Y, además, con un argumentario gráfico que, junto a la información proporcionada por la tecnología, deja cada vez más claro los intereses de estos primeros habitantes, el sentido de sus pinturas, probablemente relacionado con finalidades pedagógicas. «En las excavaciones hemos encontrado huesos de los mismos animales que aparecen en las paredes. Es lógico pensar que el arte, más que religioso, fuese funcional, un reflejo social y económico», indica Cantalejo.
A finales de los años treinta, justo al final de la Guerra Civil, Henri Breuil aprovechó sus contactos en la Iglesia para salvar de la represión a Miguel Such, que se exilió, aunque sin que su familia pudiera acompañarle. Fue el agradecimiento personal por el contacto y por haberle mostrado la cueva. La deuda no es sólo con él, sino con Obermaier, con Verner, con Bullón, con el propio Breuil. Artífices románticos de un conocimiento hasta entonces inhumado, de un tesoro en penumbra, hecho pacientemente de dibujos, de huesos, de respuestas.
Hacia la conexión del sur con el homo sapiens
Se han extraído datos, piezas de museo, certezas internacionales. Una cantidad de información que daría para agotar, y con satisfacción, cualquier tipo de monumento. Pero que en el caso de La Pileta y Ardales, y tras más de un siglo de investigación, puede que sea sólo el comienzo. Pedro Cantalejo no tiene dudas. Y habla de una herencia multidireccional y amplia para las generaciones futuras de historiadores. Cincuenta y seis años después de la muerte de Henri Breuil, su principal estudioso, las cuevas continúan arrojando luz al estudio del Paleolítico. Y con hipótesis tan interesantes como la que ocupa en estos días al grupo de Cantalejo, que investiga las conexiones entre el hombre prehistórico y el homo sapiens y la veracidad de una conjetura que hasta ahora era interpretada a menudo como un axioma: que la llegada del homo sapiens se produjo desde el norte. Algo que las pistas encontradas en el paraje cuestionan. Hasta el punto de que no se descarta que su introducción estuviera vinculada finalmente a una de esos movimientos migratorios, tan frecuentes en la historia, entre el norte de África y de Europa. Mucho, sin duda, todavía por averiguar. Y con la ayuda de medios que para Cantalejo han supuesto un antes y un después en los trabajos: las nuevas tecnologías. «Los medios actuales nos permiten saber qué suelo pisaban, qué comían», señala.