La Imagen : Escalera de caracol en la torre de la Basílica de Santa María la Mayor (Pontevedra)
Una de las más permanentes características del ser humano es la movilidad, tanto la puramente mecánica, física, como la interna o psicológica. Y esto es así desde los orígenes mismos de la especie. Nos movemos con el cuerpo y con la mente, con o sin consciencia de ello. Los filósofos primeros griegos, esos a los que conocemos como “presocráticos”, no están en realidad discurriendo ni los unos contra los otros, ni tampoco en distintas dimensiones del pensamiento. Todos ellos “contemplaban” un determinado aspecto de la realidad, (más o menos intrínseca) del ser. O del existir, si así lo prefieren. Y en tal sentido podemos considerar que las cosas están en constante lucha las unas con otras, a la vez que en plena armonía todas con todas. Y también añado de paso que ahora veo todo ser como un existir y también a la inversa, en el sentido este : lo que es, existe; y lo que existe, es.
La vida considerada desde esta perspectiva es un inexcusable viaje, tanto si la abordamos como hizo Immanuel Kant, que nació y vivió y murió (1724 – 1804) en la ciudad de Königsberg sin haberse alejado, en toda su vida, más allá de 150 kilómetros de la ciudad natal. Y todo ello en el siglo de los viajes por excelencia, el siglo XVIII. Pero, ¿y si en lugar de ese caso de obstinada permanencia en el lugar donde nace miramos su obra intelectual?
¡Ah, entonces las cosas cambian, cambian radicalmente! En Kant tenemos un ejemplo de “vida de quietud” en lo que al viajar se refiere, y de “constante inquietud” en lo intelectual, en lo que al pensar atañe. ¿Ponemos a Kant frente a Herman Melville, éste ya de lleno en el siglo XIX?
No es preciso hacer tal cosa, así que digamos como ese enigmático personaje de Melville que es Bartleby : “Preferiría no hacerlo”. Y no es preciso hacer esto porque tenemos tal cantidad de ejemplos históricos, unos más famosos y otros menos, unos ficticios y otros tomados de la realidad de carne y sangre y alma que se dieron a la vida andariega, que poner ejemplos se nos antoja innecesario. Ahora bien, hay esto :
Quietos o moviéndonos, siempre en el “propio rincón”(como el villano de la obra de Lope de Vega), o siempre de acá para allá, (como los pícaros del mismo siglo del ilustre dramaturgo), hay que saber que en uno y otro caso es preciso abordar un tipo de movimiento que es, a la vez, quietud e inquietud : el movimiento del ascenso progresivo, como el que sugiere la imagen de arriba, la escalera de caracol.
Lo queramos o no, la vida obliga a un modo de progreso que hace que los seres humanos, desde el mismo inicio de la especie, es como eso que se representa con un saludo en lo que era ( y es ) el Camino de Santiago : “Ultreia”, palabra que viene a significar más o menos algo así como un “plus ultra” : Más Allá, “sigue adelante”, el camino está allá, más allá : siempre.
El ser humano desde que nace se ve empujado a crecer y andar, pues es que creciendo acaba por andar, y andando y más y más andando se acaba por crecer. Crecer adentro de uno mismo, sobre todo. Crecer hasta alcanzar esa cima desde la que se ven las luces de las estrellas, que tal es, según pienso, el sino de nuestra especie.
(Ultreia y Suseia, eran los saludos entre los peregrinos del Camino : “más allá y más arriba”. O sea : allá donde la luz está).
Preciosa reflexión. El movimiento ascendente marca al ser humano. Es su objetivo vital. Aristóteles veía la felicidad como una actividad y no como un estado. También ascendiendo por esa escalera de caracol podemos encontrar la felicidad del conocimiento y la experiencia.