La imagen de este «muchacho de San Petersburgo» está deliberadamente cambiada de orientación. Es el mismo, pero ahora sus lindes son otras. Tiene otros norte, sur, este y oeste. Las lindes de las cosas no sólo son sus límites con el resto del mundo : sus lindes están también en los lenguajes, y a través de los lenguajes, en las mentes donde habitan tales lenguajes. Pero esto no es hoy la cuestión : sólo estábamos como jugando con una imagen que en la realidad conocimos de otra manera : sin palabras.
Pero resulta que las palabras nos habitan del mismo modo que nosotros las habitamos a ellas. No vivimos en un vacío, en una nada difícil de pensar. Vivimos en muchos mundos al mismo tiempo : el mundo de lo social, el de lo mental, el de la historia, el de la mente, el de los cuerpos que sienten y cambian y gozan o padecen. Son en realidad indefinidos los mundos que podemos habitar y, al serlo, carecen de lindes. Sin palabras, no tienen límites precisos. Piénselo.
Esos mundos sin lindes no son «el lenguaje», al no tener palabras. Pero sí que constituyen «lenguajes» esos mundos : por eso los podemos concebir. Son «mundos de vivencias», y hay vivencias que carecen de nombres. Por ese motivo identificar al ser humano con el lenguaje puede llegar a constituir un cierto problema : ¿hasta qué punto somos «un lenguaje», y no en realidad una gran cantidad de cosas que tienen nombres «más otras que no lo tienen»? Como es lógico, esto de nuevo nos lleva a una «frontera infernal sin poesía», por decirlo de esa manera.
Pero la cuestión es más compleja de lo que parece : el ser humano se ha habituado a vivir en el lenguaje hasta tal punto que no suele ver las realidades siempre como son, sino como las nombra. El fenómeno no siempre resulta evidente, pero se da con más rotundidad de lo que podríamos pensar en un principio. Así que podemos decir que más que vivir «directamente» en un mundo «real», vivimos en un mundo «nombrado».
Y no es lo mismo : apenas pensemos la distancia que va de lo nombrado a lo que no se puede nombrar, veremos cual es la distancia que existen entre la vivencia que se puede decir y nombrar y aquella otra para la que no tenemos nombre alguno. ¿Es por eso que las lenguas acaban inventando palabras cuyos sentidos son muy amplios? ¿Qué es «una cosa»?
Cuando decimos aquello que dijo el santo poeta y místico español del siglo XVI, Juan de Yepes, o sea, San Juan de la Cruz, de «… un no sé qué que queda balbuciendo», esas reiteradas repeticiones del sonido /que/, como con acierto se comentaba en la crítica literaria, ¿qué estamos diciendo en realidad, a qué cosa nos estamos refiriendo? La mística ya lo sabe : a algo que no puede ser nombrado, a Lo Innombrable.
Pero esta cuestión nos aleja hoy de lo que queríamos abordar : las lindes, las palabras como hacedoras de límites. El carácter ese de «forjador de límites» que tienen los lenguajes, el lenguaje, las lenguas.
Ahí arriba ven ustedes la figura de un ser humano, sentado en una calle de San Petersburgo. O al menos es lo que se ve …, ¡en la fotografía! Porque en la realidad existente fuera del texto, ese muchacho de San Petersburgo es una estatua, no un ser humano. No siempre vemos lo que hay, sino lo que creemos que hay. No lo real, sino lo pensado como real. Y lo pensado como real, ¿acaso no está siempre dentro de unos límites que sí que son nombrables, «decibles»? Lo que se dice y lo que se calle y no se diga, y lo que se piense y no sea cosa que se pueda decir porque carezca de nombre, de palabra propia, ¡qué importancia puede llegar a tener en los mundos que forjamo
Errata de esta edición y errata sólo imputable a mi propio descuido: la última palabra del texto debe ser «forjamos», y ese «forjamo», sin su debida -s final.
Esto nos llevará en su momento a hacernos una pregunta sobre «posibles seres humanos» que según algunos estudiosos «no tenían lenguaje alguno» : eran proantropoicos, o sea, que estaban «junto al hombre».
Se les llamó también «parántropos» o «paranthropos», que significa lo mismo : «junto al hombre». El nombre indica que desde hace unos 2 m. a. ( millones de años) convivían ambas especies en las sabanas euroasiáticas.
Los datos que faltan son tantos y sobre los que hay se disputa a veces con tantas discrepancias, que el problema de los orígenes (¿o sería mejor decir «el origen», si es que hubo uno sólo?) del ser humano en la historia se hace una cuestión «problemática».