Fronteras

7 Dic

En una publicación conjunta, Jean Clottes y David Lewis-Williams, afirman algo que nos parece se importancia considerable. Dicen : «Nosotros pensamos que es la cueva misma la que debería ser vista como un conjunto, no tanto por las imágenes sino por los espacios que singularizarían el desarrollo de ritos diferentes.»

Aunque estén hablando en este caso de unas cuevas magdelanienses en el Ariège (Francia), un departamento de la Occitania que limita con los Pirineos y donde se encuentran dichas cuevas, las del Volp, que son las de Trois-Frères y Enlène, comunicadas entre sí desde los tiempos de la prehistoria, lo que dicen nos valen para otros casos, como es el que nosotros abordamos desde la Sala del Águila, de la que hemos hablado en un texto anterior. Ahora, sin embargo, vamos a seguir un poco más con los argumentos de los autores de «Los chamanes de la prehistoria», que es el título de la publicación conjunta.img_2364

La imagen que ven ahí es de la cueva de Lascaux, en la llamada «Sala de los Toros».

Para estos investigadores está bien claro que paredes, techos y suelos tenían un significado propio, que eran una especie de «frontera» (sobre todo las paredes) entre el mundo de los vivos y el de los espíritus, y parece que en algunos casos hay razones para pensar que hayan pretendido ir más allá de dichas fronteras, más allá de estas paredes lindes, límites, y de alguna forma acceder a esos mundos vetados para los vivos, mientras que en otros casos se han ceñido a tocarlas y «marcarlas» de alguna manera. ¿Por qué esta diferencia?

Si nos detenemos a ver algunos otros casos donde no son exactamente pinturas ni, a lo que parece, tampoco signos lo que dejaron en esas paredes, sino más bien algo diferente que podríamos interpretar precisamente como «señal que debe detener«, como un «hasta aquí, no más allá», entonces no sólo estamos contemplando el arte de unos antepasados que se guiaban en sus tareas cotidianas de importancia por creencias chamánicas, sino que además podemos hasta cierto punto «entrar» en sus mentalidades y, de ese modo, entender con mayor nitidez lo que podrían quizá sentir. Nos asomaríamos a sus mundos mentales.

Ver sobre una pared natural del fondo de una cueva, donde se encuentran pinturas en zonas no alejadas unas de otras, y una especie de betilo pétreo  con-formando una figura de mujer, envuelta en un manto y, a sus pies, un claro tipo de altar bicorne (al descubrirse, había restos de cenizas en la base del altar bicorne), ¿no es motivo suficiente para invitarnos a pensar qué pueda ser todo ese conjunto de cosas? ¿Qué significa todo esto, contemplado en su conjunto, visto como un todo relacionado por partes?

Sigamos las pistas que nos dan los autores del libro que estamos comentando, «Los chamanes de la prehistoria». En pág. 98 leemos :

«Algunas partes de las cuevas no contienen arte a lo largo de grandes distancias y tampoco se encuentra en ellas ninguna evidencia de actividades humanas como las que atestiguan los pequeños fragmentos óseos de las paredes de Enlène. Sin embargo, sería un error deducir que estas partes no significaban nada para los paleolíticos. Estos espacios, aparentemente no utilizados, eran territorios preliminares, de transición, respecto a aquellos otros que se definían por las obras de arte y por actividades diversas.»

Vistas así las cosas creemos que la noción de «frontera» casa muy bien con lo que realmente vemos en las cuevas y podemos entender desde una mentalidad donde ya ha aparecido, – y ello desde tiempos mucho más antiguos, desde que los hombres aún no eran sino homínidos -, la idea de un más allá, de una (posible) pervivencia tras la muerte, y de unas prácticas que se deben asemejar a lo que son las modernas prácticas religiosas.

Para acabar por ahora esta breve incursión en el mundo de nuestros antepasados prehistóricos relacionado con las cuevas y sus pinturas o, como a veces es el caso, simple incisiones al parecer «aleatorias», (tal aleatoriedad la niegan tanto Jean Clottes como David Lewis-Williams; y con sano criterio, estimo), se debe destacar la idea de que estas fronteras que son las paredes de las cuevas, incluso las paredes no pintadas ni rayadas, eran nada más que una débil membrana entre los hombres vivos y los espíritus del más allá, los de «El Otro Lado», ya fueran o no considerados como antepasados.

Podrían ser, tal vez, «espíritus animales«, como el del oso, o el del toro, el bisonte, los felinos… Y el hombre que pintaba esas cavernas, de alguna manera, quería interactuar con dichos espíritus. Un arte pictórico no pensado en principio para ser visto, sino para ser sentido, para ser «ritualizado».

 

 

 

3 respuestas a «Fronteras»

  1. De ese que hemos mencionado antes, nos ocuparemos en otro texto. Se trata de la figura en roca caliza, (roca natural y en absoluto tallada por el hombre primitivo en absoluto), que llamamos NOCTILUCA, esto es, «La que brilla en la noche».
    En textos diversos anteriores hemos hablado de este betilo, pero en algún texto próximo deberemos decir más cosas sobre este asunto.
    En cuanto a la figura de toro o vaca que ahí aparece ilustrando esta entrada en el blog «Palabras, bosques», se nos ha colocado, como por azar, mirando hacia abajo, no en sentido horizontal, como aparece en Lascaux. No es error ni tampoco des azar : lo hemos dejado estar así porque como veremos más adelante en cierto modo la noción de orden que tenemos nosotros hoy no es, no puede en modo alguno ser, la que tuvieron los prehistóricos : ellos respetaban el medio en que vivían; el hombre de hoy, no lo hace.

  2. ¿Es posible llegar a considerar que unas pinturas son «arte» y pertenecen al hombre prehistórico, y al mismo tiempo negarse a todo tipo de interpretación de dichas pinturas? Parece una contradicción, pero ocurre.
    En nuestra opinión creemos que si no una interpretación «absoluta», sí al menos un atisbo de entendimiento de dichas pinturas es algo racional y deseable. Es algo lógico.

  3. Lo hermoso de la historia de las ciencias no es sólo lo que el ser humano va descubriendo, sino también (a veces, casi sobre todo), ese saber rectificar cuando se ha cometido un error. Fue el caso de E. Cartailhac, que negó la realidad o verdad de las pinturas rupestres de Altamira, incluso llegando a insinuar que eran obras del propio descubridor, don Marcelino Sanz de Sautuola, y años después tuvo la gallardía de reconocer su propio error y rectificar en un escrito donde plasmó el «mea culpa de un escéptico».

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