Que las cosas y los sucesos tengan nombre, que a poco que te descuides y hagas cualquier cosa, ya alguien, algunos, – tú mismo incluso – , le ponga un nombre a eso que hiciste, ¿es bueno, no lo es, es indiferente y es, a la vez, “algo natural”?
Porque no estaría de más tratar de caer en la cuenta de que una cosa es que exista un lenguaje y con él nos comuniquemos, y otra cosa es que a partir de esa existencia, de la existencia de ese lenguaje, se le ponga nombre a todo lo que se mueve.
Porque, -se pregunta uno, es decir, me pregunto ahora-, ¿acaso no existe “lo indecible”? Pero antes de ocuparnos de esas cosas que al no poder recibir un adecuado nombre se dice que son “indecibles”, vamos a otro aspecto que tiene que ver con lo que vamos encadenando en palabras, frases y más frases, hasta con-formar un texto : la vida.
La vida contiene en sí tanto a todo lo que recibe un nombre como a lo que no conoce (ni va a conocer, quizá, nunca) nombre alguno. La vida es lo nombrado y también es lo nunca nombrado. En nuestro propio interior existen “rincones del ser” : rincones donde la vida nos habita, pero “rincones” que no nombraremos nunca, pues carecen de nombres adecuados. Esos rincones de que ahora hablo, por supuesto, son mentales. No se trata de órganos que un día podría descubrir la ciencia, no. Su naturaleza es puramente “mental”.
Nos dormimos, soñamos o no soñamos, pero incluso si soñamos y se nos olvida lo que “nos vivía o desvivía” en un sueño grato, o en una pesadilla, o en unas visiones que tampoco pueden describirse con palabras, nos dormimos, decía, y al despertar parece como si no hubiera habido ni tiempo ni, con su ausencia en nuestro sentir interno, palabras. Ni lenguaje ni palabras ni tiempo alguno en tanto dormimos como benditos, como suele decirse.
Dormidos, el lenguaje se desvanece. Las palabras “se van” a otro espacio, a otro mundo mental que no tiene nombre. Y en los sueños donde aparecen cosas y hasta seres jamás imaginados por nosotros, (personas no : seres nunca pensados), en esos sueños imposibles de recibir idóneos nombres, ¿qué se gesta, qué se cuece, qué es lo que en esos sitios está ocurriendo como a nuestras espaldas, o fuera de nuestra vista, y que al despertar nos hace estar como sacados de nuestros ser habitual?
Sacados de nuestro ser habitual por un tiempo : hasta que nos recomponemos y volvemos a ser los mismos, si es que de veras uno es el mismo día tras día, sueño tras sueño, despertar tras despertar. A todo eso que tan no le podemos nunca poner nombres, unos geniales creadores, de principios del pasado siglo XX, fueron y le llamaron “surrealismo”. Algo que por estar “más allá de” lo real, llamamos “sur-real”. Un “sur-” que es tanto “más allá” como “por encima de”. ¿De qué? Pues de…, ¿de lo que recibe nombre? Pudiera ser… Y ahora vamos a las rayas prehistóricas, viejísimas para lo que es la longitud en el tiempo de la vida humana, esas rayas que arriba en la imagen pueden ver ustedes :
Esas “rayas” de una pared caliza de una Cueva, rayas que carecen de nombre en sí, -pues que el genérico “raya” no las nombra en sí, realmente-, rayas que trazó hace más de veinte mil años un desconocido ser (humano) prehistórico, cavernario, humanísimo sin lugar a dudas, ¿cómo las llamaría él? ¿carecían de nombre propio, creen ustedes que quien las trazó no supo cómo llamarlas? Yo diría que “él”, el “rayador aquel”, ése, sí que sabía cómo habría que llamarlas, sí que sabría su nombre, el nombre del rayado sobre caliza que él mismo trazó quién sabe con qué objeto, con qué finalidad, debido a qué rituales. Nos rodean cosas sin nombres cuya importancia un día, ya perdido en el tiempo, superaba quizá a muchas de las que luego han recibido sus nombres. En genérico, o en particulares ritos.
Los seres y las vidas, somos un misterio. Los seres y las vidas de los seres y también las ¿vidas? de las cosas. El mundo mismo que nos contiene… ¡Qué gran misterio, con sus nombres incluso!