Cuando muchos españoles pasaban a Las Yndias (que con ese nombre se referían entonces al Nuevo Mundo sus primeros descubridores en los tiempos modernos), tras de conquistar extensas tierras, solían fundar ciudades y llamarlas, según la ocasión, como otras ya existentes en la Península. Granada o Córdoba, por poner un par de ejemplos. Ciudades que otras veces recibían los nombres que en las lenguas indígenas más sentido tenían para sus habitantes, como Lima, o México. Y ciudades que a la postre eran el germen de nuevos imperios, futuras naciones, con solapamientos varios entre sí, y también con diversidades, con oposiciones, con encuentros y desencuentros.
Y mientras los que se lanzaban a la aventura de las Indias Occidentales fundaban ciudades o morían en busca de riquezas y mitos, otros ( y otras, como es el caso que aquí tratamos) en el solar patrio, – Castilla, Andalucía…-, fundaban conventos. Y hasta daban paso a nuevas órdenes religiosas, o reformaban algunas ya existentes. Así, Santa Teresa de Jesús, quien mientras recibía en alguna ocasión dineros remitidos por uno de sus hermanos desde el Perú, establecía nuevas casas para religiosas, conventos que iba fundando ella, en tanto se enfrentaba a enfermedades y gente enemiga. Unos y otros, conquistadores y reformadores, probándose en mil y una guerras de índoles muy distintas pero, al cabo, guerras todas en las que ejercitaban sus respectivas armas, las del ánimo y las del alma, la de la espada y la de la oración.
Por así decirlo, en aquella España de los Austrias del siglo XVI, «todo era uno». En la naciente América, el oro y los mitos, como el de la Eterna Juventud o el del Dorado; y en el terruño de hidalgos y pícaros, el hambre y los místicos. Eso, entre todos los otros tipos de gentes y maneras de ser. ¿Qué tanto de diferencia va de la Lozana Andaluza, puta en Córdoba y gran señora en Roma, a la intrigante Ana Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli? Desde la perspectiva de un seguidor de las doctrinas del Tao, puede que nada : también ahí, «todo es uno».
De cuantas cosas podríamos ahora decir de Teresa de Ávila la que ahora más nos importa es el hecho de que en una sociedad y un mundo dominado por los hombres, y donde la mujer era poco menos que simple ornamento (o eso al menos se pretendía), Teresa de Cepeda y Ahumada se manda a sí misma, por imperativo de su más alto sentir religioso que finalmente desembocó en mística de muy alto valor, y organiza su vida poniendo a muchos varones de la época, por así decirlo, al servicio de su causa, que no era sino la de su fe, llegando con su inimitable fuerza de ánimo a alcanzar al mismísimo rey don Felipe II. ¿Era la mística monja ya una eficaz feminista en su siglo, sin ella saberlo? Hoy, sin duda, pensamos que sí. ¿Restan cosas por desvelar en su compleja personalidad, y en los fenómenos diversos de naturaleza más paranormal que no normales? Creo que sí : y muchas. Pero de ello nos ocuparemos en otra próxima entrada. Y quede por ahora esto aquí. Gracias, lector.
Curiosamente en algunas cosas Teresa de Ávila era muy obediente con sus examinadores y directores espirituales, uno de los cuales le aconsejó hacerle higas (:cortes de manga, se diría hoy) a sus visiones de santidad, por si eran cosa del demonio.
Y en otras, como su ascetismo y fundaciones y luchas contra el medio social cuando era preciso, siempre se mostró firme y llevó adelante sus planes.
El origen del nombre de las capital del Perú, que Pizarro llamó «Ciudad de los Reyes», seguramente en honor al Emperador Carlos V, es muy posible que sea el que señala el Inca Garcilasso de la Vega, hijo de un capitán español y una princesa indígena : es evolución de la palabra RÍMAC, que significa «el que habla».
Hay varias teorías al respecto pero la más fiable parece ser la del erudito escritor e ilustre hispano-peruano Garcilasso de la Vega.
No confundir al Inca Garcilasso con el poeta del XVI autor de las Églogas y Sonetos, coetáneo de los Reyes Católicos, a cuyo servicio murió asaltando la fortaleza de Frèjus.
Eso, en cuanto al nombre LIMA.
Con respecto a la etimología de MÉXICO, la más fiable a mi juicio tal vez sea «metxi», y signifique «protegida por el dios Metxi». En tiempos de Cortés era conocida como Tenochtitlán – México. La lengua náhuatl era la de los mexicanos de la época, y el quechua, aymará, etc., las del Perú.
A lo largo de la historia, y ya desde su propia época, como se constata en las palabras de Fray Luis de León, Teresa de Jesús fue muy altamente valorada.
Su estilo y llaneza en expresarse, sólo comparable en aquellos años al del ilustre conquistador Bernal Díaz del Castillo, le hicieron ser Patrona de los escritores en nuestra lengua.
Perseguida un tiempo por parte del clero católico, pronto se reconoce su valor espiritual, tanto por los Pontífices como por la recién fundada Orden de Ignacio de Loyola, la Compañía de Jesús.
En un próximo escrito que en breve podremos publicar, comentaré esas tan esclarecedoras palabras de don Antonio Machado cuando escribe sobre la mística escritora de Ávila «la pobre Teresa (…) La llamo «pobre» cuando me acuerdo de sus comentaristas.»
Toda una lección de crítica breve pero muy sutil y honda del poeta, profesor y hombre bueno que fue Machado, a propósito de las impropias cosas que de Teresa de Ávila escribían algunos «críticos comentadores»…