
En un libro publicado en francés en 1969, y traducido al castellano por la Editorial Fundamentos en 1988 con el título de “El Lenguaje, ese desconocido”, Julia Kristeva analizaba un texto de Balzac Para ejemplificar las distancias que existen entre los diversos usos que se pueden hacer del lenguaje humano, entre otros muchos aspectos repasados en “Le Langage, cet innconnu”, que en aquel año de la edición francesa inicial no firmaba la autora con su nombre “real”, sino como Julia JOYAUX.
Nosotros ahora presentamos otro texto, y luego, en posterior entrada, haremos las observaciones pertinentes. Por lo pronto el lector sólo debe tener en cuanta que lo que vamos a plantear es que vivimos en el seno de un “múltiple Universo”, que uno de ellos es el Lenguaje, y que éste presenta tantas “esquinas” y tan complejas algunas que, a veces, se nos convierten en piedras arrojadizas desde altos muros: significado, por cierto, que también está en el sentido base del término SKINA- , raíz de la palabra que da título a este texto.
“Apenas ha pasado un instante desde que doblamos las últimas esquinas de las calles finales del pueblo y nos hemos abierto a los paisajes que ahora dora el sol a punto de hundirse allá donde el páramo se llama, desde aquí, “la parte del oeste: siga usted recto por la parte del oeste, y pronto llegará al camposanto”, según recuerdo todavía que me la ronca voz campesina, y ya parece que todo un mundo es lo que se ha disuelto a nuestras espaldas. Es cosa que pertenece al tiempo: hacernos creer que ayer está, de pronto, muy, muy lejos. Y eso, que ignoramos cuántos ayeres todavía recordaremos. Somos un misterio dentro de un misterio aún mayor. Quizás rotundo.
2 Miro con cierta curiosidad los surcos que las ruedas de los carros dejaron en el camino tras de las últimas lluvias. Sé que fueron fuertes y que las aguas anegaron campos y cosechas, de modo que deduzco que las mulas debieron de hacer un notable esfuerzo para tirar de los carros y llevarlos, cargados, a resguardo. Eso dicen los surcos, y eso dice alguna huella de casco de caballería que delata un resbalón inesperado: el hombre muchas veces exige a quienes con él sobrellevan trabajos y pesares más de lo que se puede dar. No mide nunca nada más que la distancia de su intento, la magnitud de su deseo, o simplemente ese arco, siempre invisible y tenso, de su propio tiempo. Acaso seamos seres desmesurados, y aún nos falta por aprender la paciencia infinita de los árboles. Escalas del ser: espirales en todas direcciones.
3 Me ha preguntado qué pájaros eran los que han pasado sobre nuestras cabezas, altos y ordenados en sus vuelos, negros. Volaban desde el este, donde se asienta el pueblo, y hacia el oeste, donde la arboleda esconde, con su verdor tupido, las tapias eternas del cementerio. Eso lo sé porque los he intuido, sin mirarlos apenas, o mirándolos casi sin verlos. “Mirlos son”, le he dicho. Responde que cómo lo sé, si ni siquiera los he visto. Hay un tono de enfado o queja en su voz. “Lo sé, porque siempre son mirlos. Y porque ya soy viejo. Y porque sé de estos parajes que llevan del caserío al cementerio”. Calla el niño, pero noto su mirada seria posada en mi rostro, y sé lo que está pensando, como si me lo dijera en alta voz y con palabras claras. Entonces le digo: “Pero aún no moriré, me queda tiempo”. Casi puedo tocar con mis manos su sorpresa, cuando dice, con voz que quisiera parecer tranquila:
-¿Cómo sabes que aún te queda tiempo, abuelo? ¡Ya eres muy viejo!
Lo sé porque volaron desde la derecha hacia nuestra izquierda. Y eso dicen augurio bueno, hijo.
4 Anochece. En este tiempo del año la anochecida es lenta. Parece que la luz se quiere demorar sobre las copas de los cipreses y los altos tejados añejos de las casas más elevadas del pueblo, las que cubren de humos la suave colina, leve, sobre que se asienta el pueblo, y cada mañana ponen olores a café caliente, a pan tostado, a tarea por empezar cada día, año tras año, una generación tras de otra. No llevo la cuenta ya de cuántas lunas he contado sobre los campos de esta aldea, ya elevada a condición de pueblo, aunque pequeño. No llevo la cuenta pero sé que son infinitamente más las ya contadas que las por contar: el tiempo, llegado un momento, nos dice mil cosas sin una sola palabra. Son cosas más para que las oiga el cuerpo, y que rechaza escuchar el alma. El viejo apego del cuerpo a la tierra es ley más fuerte que la caída libre de todo cuanto pesa… Sólo esto es fijo : existe, en un día que ignoramos, una esquina final. Y en ella, de algún otro modo, también somos. Somos un misterio rotundo dentro de otro más grande: tanto, que todo el tiempo en él no cabe.”
Cuestiones referentes al origen, al modo como como se organiza la sociedad, a la antropología, a los mitos, a los tabúes, a los alfabetos, a la semiótica, a la historia de la Lingüística… Todas esas cosas, entre otras, trata el libro de J. Kristeva. Nosotros sólo vamos a atender a unas cuantas. Y lo que ahora importa es que el lector, si tiene humor para ello, vaya reparando en los tipos de tiempos y modos verbales que se usan en el relato-base que hemos elegido para nuestras posteriores reflexiones sobre el tema. Volveremos en breve sobre todo ello.