Un año más, la ciudad ha vivido esa tarde noche de penumbras y tinieblas en la que todo se torna en crepúsculo ennegrecido y las almas errantes pululan sin concierto por nuestras calles. Y ojo, que no me refiero al día en el que nuestro Alcalde informa sobre quiénes van a ser sus Concejales, sino a la noche de Halloween.
Y es que, como cada año al llegar estas fechas, son muchos, muchas y muches –lenguaje inclusivo mediante- los que se disfrazan para tal efeméride. Disfraz compuesto, según el motivo y caso, de muerto viviente, monja que resucita, calabaza, payaso enfadado o el mismísimo demonio con su guadaña en ristre.
Pero hay más. También está el que se disfraza de indignado porque no está de acuerdo con la fiesta. El que habla del Tenorio como argumento defensivo cuando, en todo los días de su vida han oído hablar de Zorrilla dos veces –el concejal de la bici no, el dramaturgo-, el que afirma que eso atenta contra nuestras tradiciones y cultura o también el más temido, ése que se disfraza de pesado que manda sin parar fotos por whatsapp diciendo que aquí buñuelos y capirote y no calabaza en un intento extremo –e imposible- de ser gracioso.
Pero la cuestión es que, al final, hay quien llega a usar este tipo de asuntos para convertirlo en chascarrillo político de crítica pues parece ser que el conservadurismo debe ser la red que sostenga nuestras tradiciones antiguas ante la llamada yanqui que todo lo fulmina.
Siendo aún este que les escribe un ternero, he podido vivir toda mi infancia sin Halloween ni ese tipo de asuntos. Y es que, por estas fechas, los recuerdos de muchas generaciones se han basado en la nada –por mucho que quieran decir- o simplemente en algo tan capital como comerse un buñuelo o un hueso de santo –que por cierto son carísimos porque llevan mucha almendra y eso encarece el producto porque la almendra vale lo mismo que el rodio o más- o, a unas malas, acompañar a tu abuela a un cementerio a que limpiara la lápida del nicho o tumba que albergaban los restos de otro ser querido.
Como comprenderán, a un infante le das a elegir entre ir a por agua con un cubo en un cementerio o disfrazarte de zombie con la cara pintada y comer chucherías con tus amigos en el colegio o de casa en casa y raro sería el chavalito que prefiriera la primera opción.
Pero lo curioso de toda esta historia y en lo que poco se repara es que, en la gran mayoría de los casos –incluidas aquellas personas protestonas por los cambios de tradiciones- se está perdiendo de manera extraordinaria todo lo relacionado con el culto a nuestros muertos y ese concepto de rendir respeto de manera puntual a aquellos seres queridos una vez que su cuerpo abandona este mundo.
Hace unos días salían los datos sobre el nivel de las cremaciones en comparación con el de las inhumaciones –los entierros de toda la vida- y los datos son evidentes. Aquí ya se quema la mayoría de personas, de las cuales muchas de ellas pasan directamente a un lugar profano y que poco respeto o importancia aporta al finado pues se convierte directamente en la nada.
Y de eso no se suele hablar pues, aún siendo un asunto totalmente respetable, resulta impropio de alguien que supuestamente profese la fe católica. Así que viene bien recordar, y hasta nuestro Papa Francisco así lo afirma, que los muertos son para ser enterrados, no para ser escondidos. Y ahí tenemos, parece ser, una cuestión pendiente pues, a día de hoy, se siguen lanzando al mar, al campo o “a ese lugar que tanto le gustaba” las cenizas de fulanito o menganito como si aquello fuera alpiste.
Cuidado. Si eres católico y crees en la comunión de los Santos bien deberías reconsiderar ciertas acciones al respecto. Pero, en cualquier caso, siempre es bueno mantener un hilo abierto de conexión con aquellos seres que murieron pero que puedes tener presente perennemente cuando lo desees. Es por eso que no viene nada mal acordarse de los muertos –como Coco en su extraordinaria película-, seguir prestando atención a su descanso eterno –y terrenal- y obrar en conciencia con sus creencias y dogmas personales antes que con hacerlo basado en tus intereses egoístas de persona viva y no muerta.
Enterrar a la gente está bien. Darle una sepultura digna también lo es. Por ellos y por nosotros. Y dicho proceso es muy fácil. Pues no te llevará mucho tiempo al año de ése que dedicas a mil cosas sin sentido. No eres peor por ir al cementerio a poner flores o cuidar la tumba de tu abuelo. No dejas de ser moderno por buscar el reposo de aquellos que ya no están en sagrada sepultura antes que en un estante de tu casa junto al libro de recetas del periódico. Pero ojo, que tampoco eres malo –ni mal cristiano- por celebrar Halloween y vestirte de patética para dar tumbos por un bar en la madrugada del día uno de noviembre. Es compatible rendir homenaje a tus muertos, como Dios o el sentido común mandan, con participar de Halloween. Igual que también lo es no participar de esa fiesta porque no te guste y no por ello ser el sobrino de Santiago Abascal.
Mesura y moderación. Y por encima de todo respeto a nuestros muertos. A todos. Por el hecho en sí de estarlo. Y por eso llama la atención que muchos de los que alzan la voz del respeto por nuestras tradiciones católicas y la necesaria veneración de quienes ya no están, se despisten un poco cuando se ruega que cualquiera tenga el derecho de un descanso eterno digno. Y salgan de las cunetas desgraciadas que permanecen aún en nuestro país.
Todos tenemos derecho a una muerte digna. Y a un descanso en iguales condiciones. Ya sea saliendo de una fosa injusta, de un mausoleo innecesario o de la orilla de una playa a la que llegas ahogado y muerto mientras buscabas algo mejor para tu gente.
Respetemos a nuestros muertos. Que es compatible con todo. Y si quieres, vístete de monstruo. Aunque hay algunos que solamente necesitan las gomillas pues ya llevan en el rostro tatuado la impronta viscosa de la maldad y los malos augurios. Y de esos, qué casualidad, siempre nos acordamos. Y de sus muertos también.
Viva Málaga.