Se ve que alguien en nuestra ciudad está deseando cargársela. El objetivo final es convertir a Málaga en una porción de terreno con elementos decorativos y superficiales que nada nos importen. Estamos comenzando a observar cómo resulta más importante un centro comercial que un museo. Estamos comenzando a sufrir el que valoren más una tienda o unas jornadas absurdas de engañabobos que el patrimonio histórico que se está perdiendo.
La manera más sencilla para comenzar este proyecto de cabezas huecas y miradas perdidas en el infinito de lo mediocre es conseguir que no tengamos el más mínimo arraigo por nuestra Málaga. Que nos de igual lo que hagan con ella. Que no nos importe que deje de tener vida. Que nos resbale que lo que antes eran espacios vivos ahora sean decorados inertes.
Uno de los ejemplos más complejos pero que mejor resumen lo que está sucediendo es la plaza de toros de Málaga. Sí. El lugar de las corridas de toros. Pero también de más cosas. El espacio que da vida a un barrio. La estampa que representa a Málaga por siempre. Un sitio donde se celebraban conciertos de categoría en esta ciudad. Un lugar donde entrenan los toreros y aprenden los chiquillos al caer la tarde.
Con el cambio de manos en Diputación, desde el principio quedó claro que la cosa iba a ir a mejor. ¡Dónde va a parar! La plaza mejoraría, la feria taurina iría como un tiro y aquel espacio se convertiría en un multiusos de categoría para toda Málaga.
¡Ja! Ni a la de tres. La plaza ha empeorado. La decoración ha caído en picado. El mantenimiento de la empresa ha sido penoso. La feria un desastre. Los conciertos con actuaciones propias de Tivoli. Y el nivel cultural de las actividades tiene su listón más alto en una feria de la tapa. Fíjese usted que cosas.
Al final lo de los toros, que parece rancio y de derechas, ha sido mejor gestionado por Pendón y su sombrero de verdiales. –Ahora más de uno lo estará echando de menos-.
Este tipo de declives no nos pilla a ninguno de nuevas. Resume un estilo. Una forma de hacer las cosas. Unos niveles de intereses privados que son incompatibles con hacer bien las cosas. De nunca en la vida, se podrá liderar una ciudad queriéndola de verdad si se anteponen intereses económicos ultraliberales ante el bien común.
No pasa nada. Es lo que se ha votado y uno lo disfruta como puede. Pero hay algo más. Hay hechos que transgreden la barrera de lo honesto. Hay sucesos que hacen a uno reflexionar sobre si de verdad lo hacen bien aquellas personas que gestionan nuestro patrimonio. Hay que parar y reflexionar.
Desde hace poco tiempo, no sabría cuantificarlo porque lo supe semanas atrás, la plaza de toros de Málaga ha dejado de tener vida. Sí. Vida. Un edificio tiene vida. Y éste la ha perdido.
Cualquier monumento de destacada categoría requiere unos mínimos de atención. Unos cuidados propios de algo grande. De algo importante. Y en el momento que éstos desapareces sacas dos conclusiones: se va a romper y el dueño no quiere el edificio.
Con la plaza de toros de La Malagueta ha pasado. Hace poco. De manera silenciosa y casi con nocturnidad. Han suprimido una figura que ha sido historia del monumento. Ha eliminado a su conserje.
El conserje de la plaza era toda una institución. Era aquél que tenía las llaves. Era quien la abría a diario y vivía en ella casi todos los días del año. Horas de dedicación, atenciones y cuidados para que un lugar tan delicado no se destrozara. Se encargaba del mantenimiento sin ser su labor. Se encargaba de la limpieza sin ser su labor. Se encargaba de promocionarla y atender a la gente sin ser su labor. Se encargaba de explicar su historia y guiar a las personas por el museo sin ser su labor. Era, en definitiva alguien cuyo único objetivo era procurar que la plaza de toros de Málaga estuviese en buenas condiciones. Y lo había conseguido. Tiene nombre y apellidos, María Ortiz Becerra.
Lo más curioso – y doloroso- de esta historia es que la figura del conserje está ligada a la familia de María por tres generaciones. Allá por la primera década de 1900, entraba la familia Ortiz en la plaza de La Malagueta y lo hacía con el mismo fin que lo hace María. Eran los que guardaban y mantenían el edificio. Antiguamente, los Ortiz vivían dentro de la propia plaza en el espacio ahora reservado para el museo. Y es ahí, qué curiosidad, el lugar en el que la hasta ahora conserje vio la luz por primera vez en su vida.
Ese hecho, el de haber nacido en la propia plaza, da muchas pistas al respecto del afecto y la dedicación que dicha persona puede tener hacia ese lugar.
Durante décadas la familia Ortiz ha sido toda una una institución en Málaga y su provincia. Han bregado en todas las labores propias de la plaza y también han ayudado y prestado sus valiosos y humildes servicios en otros cosos como el de Marbella.
Pero todo ha cambiado. Alguien ha llegado y ha decidido que va a ser mejor quitarla. Que por el bien de La Malagueta, dejará de haber quien se encargue de ella. ¿Y eso a qué se debe? Pues por ahora no lo sé. No sé si el interés es poner a un amigo. No sé si el interés es poner a la empresa del amigo. No sé si el interés es el propio desinterés. No sé si se trata de una jugada estratégica del clásico trepa que te aguarda hasta que tropiezas. No sé si es fruto de la falta de conocimiento del mundo taurino. No sé, ni sabré, por qué han decidido dejar a La Malagueta huérfana de quien más la quería y de quien mejor sabe cuidarla.
Yo no quiero un monumento de ese calibre vacío todos los días. Yo no quiero una plaza con alguien simpático. Yo quiero, nosotros queremos, una plaza cuidada por quien mejor la conoce. Por quien mejor lo ha hecho. Por quien se lo merece.
Por quien vive de verdad La Malagueta.
Sigan así caballeros, que lo están bordando.
Viva Málaga.