Que el patrón de belleza depende del modelo económico que marca cada época es algo del todo constatable. Si observamos las elegidas en los concursos de belleza que ya se celebraban a finales del siglo XIX las encontraremos más bien orondas, se diría que tirando a rollizas y muy blancas de piel. Gordura y blancura eran síntomas de la buena posición de la señorita, pues denotaba que comía bien y que no trabajaba a pleno sol, y que el único oficio que se le iba a exigir, el de paridora, lo iba a desempeñar con desahogo. La belleza, asociada a la riqueza, era privilegio de esos pudientes que constituían la raza superior. Por eso cuando Rubens ha de pintar a las tres diosas más bellas del Olimpo o a las tres Gracias, emblemas del encanto femenino, no duda en dotarlas de toneladas de carnalidad y marcadas celulitis en el poderío de sus cuerpos desnudos.
Algún crítico actual podría decir del pintor barroco que estaba afectado por un defecto de visión o de quién sabe qué patología mental, pero nada de eso, pues el alemán se limitaba a plasmar el ideal generalizado, o sea, lo que gustaba a todo el mundo por aquellos tiempos. La pobreza era un asunto poco estético, ya que no se trataba sólo de que la falta de nutrientes diese delgadez a sus víctimas, sino que también las despojaba pronto de piezas dentales y en las labores del campo les arrugaba la piel hasta parecer ancianas a los treinta años.
Tuvo que llover mucho para que los costumbristas en pinturas y narraciones elogiasen los encantos de la mujer popular, juncal y morena. El contexto se prestaba a idealizar todo lo relacionado con la existencia de los humildes, que, según esta edulcoración, pese a su escasez de recursos y la crudeza de sus labores eran felices a su manera con su sencillo hedonismo, sus pasiones primarias y su facilidad para el cante, el baile y el toreo. Resultó que el asunto de las clases era cuestión de genética y, como orden natural, incuestionable; tanto sus ocupaciones, como sus aficiones y hasta su peso.
Que el patrón cambiase se debió también a los nuevos movimientos de la industria; el Prêt à porter, la influencia de las divas de cine y la necesidad de hacer de las playas rentables destinos turísticos inspiró deseos incluso en las aristócratas de ser juncales y morenas. Esto atrajo el negocio de la dietética, la liposucción y se extendieron entre las féminas enfermedades como anorexia y bulimia.
Con ese modelo creíamos que nos íbamos a quedar para siempre, pero salta a la vista en un paseíto por el mundo exterior que la obesidad de estilo Rubens está a la orden del día en playas y piscinas, donde es frecuente y, cada vez más, contemplar bellezas juveniles con más de ochenta y noventa quilos en el cuerpo. Sin embargo esta nueva tendencia al sobrepeso ya no es como antaño síntoma de prosperidad, pues muy bien al contrario se presenta mayormente en las clases bajas ¿cuál sería la explicación a tal fenómeno?
Pues, en fin, ni más ni menos que la comida basura que ha impuesto nuestro imperio globalizado con capital en Nueva York. Cuando en nuestros primeros viajes a la ciudad de los rascacielos nos sorprendía ver como otra atracción pintoresca la cantidad de extra obesos que circulaban por sus calles, no podíamos sospechar que este panorama se hiciese habitual en las nuestras, mas, le voilà, la comida rápida (fast food) se ha instalado en nuestros hábitos de vida y hace estragos, sobre todo, entre los sectores de menor poder adquisitivo, pues es muy barata y sacia deprisa, ya que su base es pura grasa y sus aditamentos salsas hipercalóricas con gran cantidad de azúcar, que incluso se usan para aliñar las ensaladas “listas para llevar” de los supermercados.
Esta comida rápida, no por casualidad llamada “comida basura” se ha colado en los hábitos alimenticios por las condiciones en las que se desarrollan unas jornadas laborales que dan poco hueco para el almuerzo.
Si pensamos, además, las distancias que puede haber en las grandes ciudades entre el lugar de trabajo y el domicilio del trabajador, se perfila imposible que regrese a casa a prepararse la comida y que, cuando pueda hacerlo después de cumplir un largo horario y viajar no corto trayecto entre el caos del tráfico a hora punta, le queden sino las energías justas como para comerse una bolsa de patatas con sabor a bacon frente al televisor; comida basura y telebasura son grandes aliadas en las veladas nocturnas de muchos ciudadanos.
Los jóvenes que se incorporan al mercado laboral ya se dan por satisfechos con “esa gran suerte” y ni se plantean que el horario que cumplen sea coherente y racional. Con respecto a la comida ya hay generaciones que no han conocido sino el fast food, lo que se explica por la desaparición de una figura imprescindible para la calidad de vida: el ama de casa, que era quien pasaba toda una mañana entre la compra y la cocina para hacer guisos saludables.
Cambiado el modelo familiar y las pautas de los mercados laborales, muchos chicos todavía en edad escolar al regresar a su casa, se han habituado a encontrarla vacía, lo que implica el acto recurrente de sacar la pizza del congelador y meterla en el microondas.
Los buenos modales como la cocina se aprenden en casa, de modo que si ésta está vacía y las calles inundadas de fast food mal augurio se pronostica. Pues el oficio de ama de casa o amo de casa es necesario, por lo argumentado, para la buena salud de la sociedad, habría que volverlo a crear con categoría de remuneración y ofertar cursos de formación para desocupados. Alumnos no iban a faltar.
Con todo, hubo un pequeño tramo, en el tiempo transcurrido entre finales de los setenta y mediados de los ochenta, donde, la esbeltez del cuerpo, conseguida a base de trabajo más bien físico y de aceptable cantidad de comida, se fue manteniendo…de milagro, si consideramos que, en los anuncios de periódicos y revistas de esa época, aún existían recetas, provenientes de los sesenta, infalibles para engordar y no fueron pocas las personas que acudieron al reclamo.
Pero fue entrar en Europa de pleno derecho, entrar dinero al bolsillo y ahí sí; podemos llevar a gala que los primeros sobrepesos de casi toda España, sin apenas mediación del fast food, se debieron al exceso de comida “comme il faut”, en casa o durante el fin de semana, que no te ibas del buffet libre tras el postre, porque el olor de las chuletas que trae el chef quita el sentío; y después hala, a contar la buena nueva…¿Quién se iba a acordar ya de refranillos, resignados y pueblerinos, tales que: “con estas meriendas y estos almuerzos / angosta barriga y largo pescuezo”, que parecían escritos en la época de La Gitanilla? Pues no hacía ni veinte años entonces y mira hoy como estamos, que le hemos dado la vuelta al aserto campestre y nos presentamos con oronda barriga y corto pescuezo, igual que Silvano. Al menos, Arcadia tenemos…
Muy buena idea la de promocionar al ama o al amo de casa, bien remunerados, por lo que me toca, claro. Enhorabuena.
Una de cocidito…