El gazpacho

15 Ago

El gazpacho es la sangre de Andalucía, la savia que ha levantado las tierras del sur en las tórridas jornadas estivales de la siega. El que los jornaleros hubiesen de afrontar trabajos tan esforzados con el solo alimento de receta tan ligera, mezcla de vegetales, agua, vinagre y aceite con sopas de pan duro, ha suscitado teorías tanto sociológicas como étnicas, de muy diversos tonos:

Para Ricardo León la frugalidad de los labradores andaluces era un concepto estético, heredado de la cultura griega:

“En el hombre del Norte vive aún el bárbaro carnicero y voraz, dado a la embriaguez y al placer físico, a las bebidas ásperas y fuertes. En cambio, al labrador andaluz le bastan un plato de legumbres, una fuente de gazpacho y unas hortalizas para nutrir su cuerpo enjuto y ligero”.

Sin embargo, Ortega y Gasset opinaba que el campesino de estas latitudes que tenía la suerte de vivir en una tierra ubérrima que, con poco esfuerzo, daba abundantes frutos, necesitaba como ella muy poco, aparte del benévolo clima, para mantenerse y con ello se conformaba, pues el comer más, le requeriría mayor esfuerzo. De modo que si comía poco era por pura pereza, como afirma en el párrafo siguiente:

“En cuanto a la alimentación, la sensiblería socialista nos ha hecho notar innumerables veces que el gañán del campo andaluz no come apenas y está atenido a una simple dieta de gazpacho. El hecho es cierto y, sin embargo, la observación falsa porque es incompleta. Sería más verídica si añadiese que en Andalucía come poco y mal todo el mundo, no sólo el pobre. La cocina andaluza es la más tosca, primitiva y escasa de toda la península. Un jornalero de Azpeitia come más y mejor que un ricacho de Córdoba o Jaén. Hasta en esto imita el andaluz al vegetal: se alimenta sin comer, vive de la pura inmersión en tierra y cielo”.

Y, pese a la seguridad con la que siempre se expresa el filósofo, sólo atina en un punto: es decir, cierto es que, en Andalucía, el gazpacho está presente tanto en el hogar del rico como en el del pobre, pero lo que para unos fue un entrante, ha sido durante muchos años para otros su plato principal.  Certificaba lo dicho, el padre Francisco Muñoz y Pabón, un escritor costumbrista de los muchos que dio Andalucía a principios del siglo XX, que describe un día de siega por esos campos sevillanos:

“El escaso vapor de aquella tierra, más que caliente, calcinada ya, si la refracción de los rayos solares contra las secas mieses, formaba como una zona de cristal líquido, movible y tembloroso sobre aquel mar de espigas quietas y estáticas (…)

Sin más cobijo que grasiento sombrero, que agobia más que alivia, y sin otro refrigerio que un trago de agua, a la temperatura de la ardiente boca, se encorvaban sudorosos y jadeantes, al sol la tostada espalda y la empapada frente hacia el caliente suelo , con la hoz en la diestra, y en la siniestra la empezada gavilla”.

La introducción de un personaje benefactor, la señorita Flor, sobrina del amo del cortijo, aliviará el tono del relato, pues se le ocurre refrescar el agua del gazpacho, pitanza única de los gañanes, poniéndola a la sombra en cántaros de Lebrija, que ellos reciben como ambrosía:

“¡Y con qué poca cosa, decíamos, se contentan los pobres! Dígolo porque ni las ostras del Lago Lucrino de que habla Horacio, ni el rodaballo de los mares de Oriente (…) ni la gallina cebada en África habrían de haber sabido a aquellos segadores, achicharrados por el sol de Junio como aquel bodrio infame de mendrugos de pan, pedazos de tomates y de pimientos, rodajas de pepino y lamparones de aceite, nadando en un mar de agua con sal y vinagre, con aroma de tomillos y estimulante picor de ajos, pero fresca ¡mu fresca!”.

Recreo, condumio y ceremonia era para el labrador andaluz el gazpacho de la siesta y, por supuesto, plato único, cuya preparación ritual y provecho es descrita de un modo  muy moroso y amoroso en la novela, “El gusano de luz”, de Salvador Rueda, autor nacido en Benaque y, por tanto, hijo del campo, que llevó los colores y sabores de la tierra a todos los géneros literarios.

Nos podemos imaginar a esos dos robustos hombres que portean el enorme lebrillo, lleno de agua hasta los topes, y lo colocan sobre una mesa en torno a la cual es prieto el corro de gente armada de cuchara, que a cada embate del cubierto en el líquido manjar, produce en la vasija bulliciosa marejada, que se aligera pronto de sopas de pan “y conduce las restantes entre chispas de pepino, pequeños trozos de pimiento y alguna tajada de tomate”. Y así hasta que en el fondo del lebrillo no queda más que líquido suficiente para echar la cola, aliño de las zurrapas del gazpacho con un poco de aceite, que con una sopa de pan pinchada en una navaja rebañará el campesino y, con el tiempo será la base de la porra archidonesa o antequerana y el salmorejo cordobés.

Y dicho lo dicho, sin quitar lo mucho que podríamos decir aún, yo reclamo alguna condecoración para el gazpacho, ahora que la paella tiene su día internacional y es, por excelencia, el plato español, según los visitantes extranjeros.

Bien es verdad que fue el malagueño Juan José Relosillas, quien en su libro “Platos fiambres” le dedicó en 1883 todo un capítulo en el que la llamaba “resumen de todas las ciencias comestibles” y describía como la única cordura común de la  gastronomía española, pues aporta al cerebro el fósforo del pescado, a los músculos la fibrina de sus carnes, hierro a la sangre, cal a los huesos y etc, etc…

Sin embargo, el criterio de Relosillas es subjetivo, si tenemos en cuenta que su mejor amigo era el pintor valenciano Bernardo Ferrándiz, quien en su majestuosa finca de Barcenillas preparaba de su propia mano paellas donde no faltaba un detalle de la tierra o del mar, pero esto, díganme si no, es la excepción y no la norma.

La paella es a España lo que la pizza a Italia, ese guiso que en cada casa de vecino significa poner sobre una base barata (si ellos la harina, nosotros el arroz) las sobras que queden en la nevera. De ahí la popularidad y el fomento.

Para bien y más bien para mal, todo cambia y si nos referimos al cambio climático, el gazpacho acabará siendo el plato más internacional del mundo entero (con tanto calor, no podrá tomarse otra cosa). La buena noticia es que aquella belleza juncal con cinturillas de avispa que tanto comparecía por las calles y la literatura costumbrista volverá a estar de moda. Sin remisión, viva el gazpacho.

5 respuestas a «El gazpacho»

    • Ese gazpachito tan pinturero,
      que no entiende de etimologías,
      ni si fue grecorromano primero,
      o que el pimiento no le pertenecía,

      debiera tener reconocimiento,
      poniéndole en el calendario un día,
      como ese pueblito de la Axarquía,
      y no sólo a nivel de ayuntamiento.

      Venga gazpacho de los tres golpes,
      que se internacionalice el evento.
      El mismo Sancho Panza (y era torpe)

      habida la Ínsula, ya prefería
      hartarse de gazpachos, tan contento
      antes que sujeto a la regalía.

      Tiempos de siega, gazpacho y Juanito Valderrama

  1. Como Sancho yo prefiero el gazpacho,
    ese gazpacho cortijero
    de cuando no había batidora
    con sus habas, sus hinojos
    su fragancia de campero
    y sus sopitas de pan volanderas,
    que ese tetra-brick de ahora
    es bebida muy soseras…

    • Mención especial merece
      por su diaria batalla
      aguantando, dignamente,
      a mesnadas de cucharas,
      el artesano dornajo,
      con madera por tallar,
      en tiempos considerado
      “plato de vamos allá”,
      donde se hacía el “majao”,
      en torno al cual se reunía
      el grueso de la cuadrilla
      y alguno más de prestado.
      Igualmente el “dornillo”
      que aun siendo diminutivo,
      de contenido frugal,
      sirvió al obrero y al pillo,
      ladrón de fincas y cortijos,
      que tenía que “acelerar”
      en el comer y en el robar,
      llamado por estos lares
      “saltalindes”, cuyo nombre
      tomó heredado el gazpacho
      de los tres golpes cabales
      por la gracia del muchacho…

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