- Un apartamento en Muro de Puerta Nueva. Allí comenzó todo, aunque ni yo misma sabía lo que comenzaba. Desde mi llegada a Málaga o , más bien, mi regreso, había vivido unos meses en un ático algo inhóspito de la calle Marín García y recurrí a una agencia de alquileres para mejorar mi domicilio. Visité y rechacé muchos pisos hasta dar con aquel que finalmente me hechizó. Se encontraba en un edificio de, al menos, cien años de antigüedad, donde, por supuesto, no había ascensor.
Con el calor de principios del verano, la maleta pesaba más para arrastrarla por los dos empinados tramos de escaleras, porque mi apartamento estaba en el último piso, o no, pues desde allí se podía subir a un tendedero cubierto que parecía un palomar.
Tal vez mi nuevo hogar no era el paraíso, pero a mí me lo parecía. Cada una de las habitaciones tenía balcón y en el amplio salón podían contarse tres, por los que entraba el sol a raudales.
Sobre una mesa, junto a uno de aquellos balcones, coloqué la máquina de escribir, donde tecleaba artículos de día y de noche con la esperanza de que alguna vez los publicasen en la prensa local y garrapateaba novelas que no pasaban nunca del segundo capítulo. Tenía, desde luego, mucho entusiasmo, pero pocas cosas que contar y, por hallarlas, me lanzaba a la calle.
La ciudad era muy diferente entonces. Calle Larios era todavía peatonal y la vida cultural estaba en el Ateneo; primero en la plaza del Obispo y luego en un piso diminuto de la calle Ramos Marín. Necesitaba más y me matriculé en los cursos de doctorado de literatura de la Universidad y en la Escuela de Idiomas. Estudié en las fotocopias la presencia de Francisco Flores y García, Juan José Relosillas, Emilio de la Cerda , José Moreno Villa y Jorge Guillén, entre otros, de la mano de Isabel Jiménez Morales, Manuel Alberca, Rosa Romojaro, Enrique Baena, Amparo Quiles, Salvador Montesa, Antonio Gómez Yebra… y aprendí la lengua de Dante con las puestas en escena de un profesor carismático; Víctor Maña, que nos sorprendió después sacando del armario su faceta de escritor con sus novelas premiadas en prestigiosos certámenes literarios como el Café Gijón y el Vargas Llosa.
Dimos una fiesta para inaugurar el piso de Muro de Puerta Nueva y nos reunimos casi todos los que almorzamos aquel día en el molino de Alcaucín del pintor Plácido Romero; cada cual vinculado al arte de uno u otro modo.
Álvaro García trajo la cerveza y Sebastián Navas hizo de disc-jockey. Hubo que abrir los balcones de par en par, pues las noches de finales de junio venían cálidas, pero, gracias a la biznaga que trajo Enrique Queipo, no nos atacaron los mosquitos.
En la cocina, Marta, Fernando y yo intentábamos abrir unas latas difíciles para poner un picoteo. Fue, desde luego, una empresa heroica, pues todavía no estaba de moda el abrefácil.
De aquella fiesta podía haber escrito un episodio Rafael Cansinos-Asséns para “La novela de un literato”, en fin.
Así comenzaron los años en Puerta Nueva, sin que ninguno de nosotros supiese que con esa fiesta estábamos inaugurando una nueva etapa para nuestras vidas y la ciudad, que todavía, incluso en pleno centro, conservaba cierto aspecto provinciano.
Asomada al balcón, por las mañanas, con el primer café en la mano, observaba en la calle, aún transitada por el tráfico, un trajín evocador de sus orígenes, cuando era punto de destino de las carretas que traían de los pueblos su mercancía agrícola y ganadera o confluencia de bandoleros de intimidatoria fama que desde Andújar, Linares, Úbeda y Montilla venían a planear sus pillajes y secuestros. Todos ellos tenían como hogar ocasional, el Parador de San Rafael o de la Leona; aquel edificio en ruinas que era el principal panorama desde mi balcón y ya sólo era habitado por camadas de gatos vagabundos y en el que yo distraía la vista, después de interrumpir al cuarto folio, la penúltima novela fracasada por falta de argumento.
Sin verla, como tantas veces hacemos, miraba entonces la buhardilla donde pasó sus últimos años el desventurado pintor Joaquín Martínez de la Vega, en manos del alcohol y del delirio. Su vida entonces era un misterio como también su obra, que junto a la de los demás maestros pintores del siglo XIX, estaba oculta al público en los altos del Palacio de la Aduana.
Hicieron falta cuatro lustros para salir de aquel letargo en el que, junto a la ciudad, parecíamos todos estar sumidos, pero fueron dos décadas de cambios acelerados. El Ateneo, de aquel humilde pisito de Ramos Marín, pasó a asentar sus reales en el majestuoso edificio, que fue sede de la Escuela de Bellas Artes de San Telmo y hasta aquel parador de San Rafael, abocado a la demolición, renació de sus cenizas para ser flamante sucursal oficial de Turismo Andaluz.
Otros edificios históricos también fueron restaurados y redirigidos como la Casa de Misericordia de avenida de los Guindos, construida por el arquitecto Juan Nepomuceno Ávila, que sirvió de ubicación a La Térmica, y La Tacabalera, reconvertida en museo ruso de San Petersburgo, se sumó a una amplia oferta museística, donde figuraba ya el Centro Pompidou, el CAC, el Carmen Thyssen, y, por supuesto, el Museo Picasso, de donde salieron las obras de los maestros del XIX, que fueron las últimas en encontrar un hogar, después de haber sido las primeras en el único museo de pintura que tuvo Málaga durante tantos años.
¿Quién nos iba a decir aquella noche de fiesta en Muro de Puerta Nueva que ocurriría todo cuanto ocurrió después? ¿Y quién me podría pronosticar entonces que el argumento tantas veces buscado para mi novela se encontraba delante de mis ojos en aquel edificio en ruinas, sólo poblado por gatos vagabundos y el fantasma de un pintor, que, desde su infortunio de alma en pena, buscaba un lugar para que reposase su memoria?
Ahora ya en la ciudad resucitada, resucita también Joaquín Martínez de la Vega en las paredes del Museo de Málaga y las páginas de una novela. Hace falta muchas veces el paso de los años para comprender el sentido de una llamada.