Víctor Hugo escribió su novela Notre Dame de París por amor al arte. Al arte gótico que, como buen romántico, defendía por encarnar la irracionalidad, el misterio y el espíritu nacional.
Creó una trama rocambolesca de amores desgarrados e imposibles en torno a la catedral con tal acierto que logró ponerla nuevamente de moda, cuando el gótico en los edificios parisienes era ya considerado como un estilo vulgar y monstruoso frente a la pujanza del estilo neo grecorromano, racional y diáfano, que poblaba la ciudad de ágoras, templos paganos, columnatas, panteones, arcos triunfales y espaciosas avenidas por donde pudiesen desfilar cortejos victoriosos.
Deteriorada Notre Dame a manos de la Revolución Francesa, que hizo balas del plomo de sus techos y cañones del bronce de sus campanas, además de destruir estatuas de la galería de los reyes y destrozar su aguja del siglo XIII, Víctor Hugo le inventó una leyenda que la llenó de atractivo a los ojos de autóctonos y extranjeros, que, sugestionados por tan magnética ficción, hurgaban en la catedral las huellas de la fatal gitana Esmeralda y su benefactor, el campanero jorobado, Quasimodo.
Aquella novela fue, entre otras cosas, una campaña publicitaria de primer orden que impulsó al gobierno francés a ordenar unas obras de restauración, que contemplaron añadidos tan singulares como sus características gárgolas.
Habría de nuevo atentados o tentativas contra la emblemática catedral parisina, durante los tiempos de la Comuna y la Segunda Guerra Mundial, cuando Hitler decidió que no devolvería la ciudad de sus sueños a los aliados, si no era convertida en un puñado de cenizas.
Sin embargo, desde que Víctor Hugo creó al protector Quasimodo, nadie creyó que las amenazas se pudiesen materializar. Notre Dame debía seguir ahí para ver pasar los siglos y ser el punto de referencia de los viajeros en su periplo por la capital de Francia. Allí debió estar el bohemio escritor Alejandro Sawa, antes de que coronase su frente el beso mentor de Víctor Hugo y dejara de ser escritor para convertirse en mero bulevardier o parisiene, como lo describió Julio Camba.
–¿Qué hace ahora Alejandro Sawa?
–Vive en París- respondían.
Vivir en París, vivir París es, sin duda, un oficio y casi todos lo hemos ejercido aunque sea una sola semana ¿recuerdas?
Entramos en Notre Dame antes de ir a cenar al Barrio Latino y después de visitar la librería Shakespeare and Company. Se celebraba misa y el sacerdote era un bellísimo joven africano, negro como el ébano ¿quién podría pensar que la catedral con sus rituales representaba a una cultura prepotente, occidental y caduca?
Pas du tout. A pesar de algunos, París nunca será eso, como nunca lo fue incluso con Napoleón coronándose a sí mismo en el altar de Notre Dame o con Hitler paseando sus ejércitos por los Campos Elíseos, porque siempre hasta en los momentos más difíciles ha tenido rendijas por las que termina colándose la libertad.
París es la ciudad de los exiliados, de los perseguidos, de los diferentes y los bohemios; el lugar de los que no encuentran su lugar en el mundo, el hogar de los que huyen del hogar, el nido de amor de los amores imposibles. Siempre nos quedará París ¿recuerdas? como Rick e Ilsa en Casablanca, como Verlaine y Rimbaud, como Modigliani y Jeanne Hébuterne.
Estuvimos allí ¿recuerdas? contemplando aquellas pinturas que ya no existen y admirando los techos ahora calcinados. Estuvimos, como tantos, en Notre Dame, sin que a nadie le importase si éramos católicos o de otra fe o ateos, sin que nadie nos pidiese un carné o preguntase nuestro nombre o nos pidiese pagar una entrada para disfrutar de toda aquella belleza.
Como todos, fuimos a cenar al Barrio Latino, bebimos mucho y cenamos poco, disfrutando de esa elegancia que es tener hambre en París. Nunca fuimos tan pobres, pero tampoco tan jóvenes y tan libres ¿recuerdas?
Al día siguiente llovía, como llovía en el corazón de Verlaine cuando llovía en la ciudad, pero igual nos encaminamos a Le Marais para visitar la casa de Víctor Hugo. En la plaza de Vosges encontramos una papelera donde alguien había depositado un grueso volumen; obras de teatro completas de Fernando Arrabal.
Bajo los soportales, en la terraza del Café Hugo pedimos una frasca de vino de la casa y un delicioso foie de oca con higos, a sabiendas de que la cena de aquella noche sería ya sólo el beso del escritor en la frente.
Como románticos empedernidos, bajo el cielo gris, fuimos a casi todos los cementerios a rezar nuestras oraciones paganas por los poetas malditos. Ni a Baudelaire le negó Montparnasse el camposanto.
Pasamos de nuevo por Notre Dame para imaginar el encuentro de Rubén Darío con Verlaine en el Café D´Harcourt del boulevard Saint-Michel, cuando el joven autor de Azul, guiado por Alejandro Sawa, encontró a su ídolo muy cargado de ajenjo y le transmitió elogios en su mal francés, de los que el beodo veterano solo oyó con gran indignación la palabra gloria:
–La gloire, la gloire! Merde, merde encore.
El mal humor de Verlaine, sus arrebatos y sus escándalos eran bien conocidos en la ciudad y, sin embargo, fue elegido Príncipe de los poetas y recibía por ello una pensión del estado. París es diferente, desde luego.
Todos huimos alguna vez a París, nos sentimos libres y rebeldes y nos enamoramos de una u otra manera, porque allí todas las maneras eran posibles ¿recuerdas?
Amamos la torre Eiffel y el Sacre Coeur y también Notre Dame y si fuésemos millonarios daríamos parte de nuestra fortuna por salvar esos lugares en los que vivieron tan bellos recuerdos. Quien puede lo hace y sabe muy bien por qué. París, je t´aime ¿recuerdas?