Hoy mismo se estrena la nueva película de Almodóvar, ” Dolor y gloria”, si bien no entra dentro del programa del Festival de Cine Español, que aún se celebra en Málaga. Es una pena porque la película tiene un sabor muy malagueño, ya que el actor protagonista de la misma es nuestro Antonio Banderas; nadie mejor que él para interpretar a Salvador Mallo, el alter ego del director manchego, a quien conoce de toda la vida, desde sus principios como cineasta, y con el que ha compartido, además de rodajes, noches de marcha en los inolvidables 80 de la Movida.
Se puede decir que muchos comenzamos a apreciar el cine de Almodóvar, en gran parte por la brillantez que Banderas daba a sus personajes (“La ley del deseo”, “Átame”) y que, igualmente, gracias a la participación en aquellas películas, el actor pudo mostrar su gran potencial.
Antonio es a Pedro lo que Mastroianni a Fellini y lo que Johnny Depp a Tim Burton; el actor que se ajusta como un guante a sus papeles, porque más que interpretarlos, los vive.
La nueva película se nos presenta con el atractivo añadido de que se trata de una autoficción; ese género del que se vale un artista para explicarse a sí mismo, llegado un momento grávido de experiencia: un ejercicio de psicoanálisis que en los escritores pueden ser unas memorias o en los pintores un autorretrato, pero, cuidado, autoficción no es igual a autobiografía.
El género autobiográfico es propio del principiante, que cuenta su vida cuando aún no tiene materia para concebir otras historias, la autoficción, en cambio, se compone de materiales más complejos; opciones descartadas, deseos irrealizados, mundos paralelos y latentes que no llegaron a materializarse. El subconsciente es ese cuarto de atrás, ese trastero, que, descuidado y caótico, nos reclama, a un cierto punto, la valentía de entrar y poner orden.
Hay ya muchas pinceladas de autoficción en otras películas de Almodóvar, que podemos reconocer en el argumento de esta nueva película; ese tipo de obsesiones que, a fin de cuentas, conforman el estilo de un autor. Tanto en “La ley del deseo” como en “La mala educación”, que se consideran los antecedentes con los que ” Dolor y gloria”, cerraría una trilogía, se nos dibuja a un director de cine, ya algo renombrado, que fracasa en una relación amorosa con un joven, que, en el segundo film es, además, un actor trepa y oportunista.
Aparece en ambas igualmente la figura del sacerdote pederasta que turba la infancia de uno de los personajes y, concretamente, en “La ley del deseo”, la relación incestuosa de este mismo con su padre; una situación que se repite en “Volver”, aunque no en términos de aceptación, sino de abuso.
Sin que se den estas mismas circunstancias, es reconocible que Penélope Cruz en “Volver” tiene mucho del mismo Almodóvar en el regreso a su pueblo de la Mancha, pues el cineasta no sólo ha traspuesto su alter ego a hombres, sino también a mujeres. Si Eusebio Poncela era su trasunto en “La ley del deseo” y Fele Martínez en “La mala educación”, también Marisa Paredes en “La flor de mi secreto” es Pedro que anhela la llegada de un amado desatento y es Victoria Abril cuando llama desesperada a su madre en “Átame” y ésta le dice lo que tiene ese día para comer (no recuerdo bien si pisto o gazpacho). Desde luego, la madre sí que era la propia madre de Almodóvar, pues él la contrató como actriz para la película. Magnífica actriz, por cierto.
Que la figura de su madre, aparezca de nuevo con fuerza en esta película no es una casualidad, ya se anunciaba en “Volver” y “Todo sobre mi madre”.
El director manchego tenía- digamos que nunca dejará de tener- una relación subyugante con su madre y una necesidad apremiante de ser aceptado por ella. Lo normal, sobre todo, si se vive en la diferencia; la doble diferencia de ser artista y ser homosexual (pensemos en Proust, Verlaine y muchos otros), pero la comprensión y el cariño no suelen ir de la mano, por más que el psicoanálisis se empeñe en racionalizar.
Mientras el mundo entero se rendía a la originalidad de las películas de Almodóvar, su madre se negaba a verlas. Sabía que le iban a disgustar y prefería no llevarse un mal rato. Si su hijo se había empeñado en hacer cine y tenía éxito, se alegraba y se sentía orgullosa con tal de que no sacase en las películas a las vecinas, porque con las vecinas tenía ella que convivir y si luego se enfadaban…
Nosotros que ya sabemos del triunfo posterior de Pedro Almodóvar, nos podemos escandalizar de la actitud de su madre, Francisca Caballero, sin ponernos en absoluto en su lugar ¿Acaso si hubiésemos nacido en un pueblo de la Mancha, a principios del siglo XX, nos gustaría que un hijo descuidase un puesto seguro como empleado de Telefónica para rodar películas como “Dos putas o historia de amor”, “Sexo va, sexo viene” o”Folle, folle, fólleme, Tim”?
Sin duda, exigimos de las madres demasiado, más allá del amor, del grandísimo amor incondicional, que tendría que ser suficiente. Ninguna madre, ningún padre quiere que su hijo pase hambre, inquietud, que padezca el fracaso. Cuando Joaquín Sabina decidió irse a ser cantautor a Madrid, en lugar de aprovechar su inteligencia para sacarse plaza de funcionario, habría llanto en su casa de Úbeda, igual que en la de Antonio Muñoz Molina, cuando dejó su puesto seguro en la Diputación de Granada para dedicarse sólo a la novela.
Entendemos ahora a los hijos, porque han triunfado, y nos parece pacata la postura de los padres, sin pensar nunca en sus razones, que, después de todo, tienen un gran fundamento ¿es más habitual que un hijo artista triunfe o que muera de hambre? Pensemos.
Almodóvar resucita a su madre en esta nueva película para hablarle de su sexualidad, como nunca lo hicieron, y para escuchar su desaprobación a su nueva película de autoficción.
Podría conformarse con el aplauso internacional, como hasta ahora lo tuvo, pero necesita recuperar a su madre para que le riña. Así es el amor, ¿quién lo entiende?