No hay manera más efectiva de suicidio para un artista que la de intentar contentar al público, a costa de su propio estilo. También, porque el público no es un valor estable ni homogéneo y va cambiando de gusto y adoptando otras modas, como es ley de la condición humana.
La originalidad es un don incómodo, que lleva aparejada incomprensión y su rachita de hambruna hasta llegar a cuajar en el gusto colectivo. No podemos esperar que la masa se rinda sin condiciones ante algo jamás visto antes, pues la normal sensación frente a lo desconocido es la desconfianza e incluso el miedo. Pongamos, por ejemplo, la cantidad de años que tardó el sushi en dejar de ser “pescado crudo” para convertirse en un plato tan popular como la tortilla de patatas.
En otros ámbitos, aparte del culinario, es también justo decir que es el artista el que construye el gusto del público y no viceversa, pues es quien idea la novedad necesaria para ir renovando los ciclos en el arte.
La novedad es un riesgo imprescindible, que, si trae pérdida y fracaso a la corta, es la única garantía de éxito y, más aún, de permanencia a la larga.
Si Picasso se hubiese arredrado por las riñas de los primeros maestros y la fría acogida de sus incipientes obras vanguardistas, si no hubiese querido emprender un viaje incierto con destino a la bohemia parisina, donde hubo de pagar la cuota de frío y hambruna, que pocas o ningunas líneas ocupa en sus biografías, no habría sido nunca ese fenómeno ubicuo y ya legendario. Nos lo podemos imaginar, resignado, pintando flores y bodegones y marinas, para gustar y, por tanto, sobrevivir, con el pedestre, aunque comprensible por humano, propósito de comer todos los días. Ese Pablo Ruiz de andar por casa, atento a vender y complacer, se habría perdido entre oscuros nombres de artistas paisanos que por miedo a la aventura, cortaron sus alas en favor de lo mediocre y así hundieron sus nombres en esa fosa común donde habita el olvido.
Tal vez este argumento nos surge, como suele darse, sobre otro paralelo, que es el que plantea la comedia argentina de Gastón Duprat, “Mi obra maestra”, que tanto nos hace reflexionar sobre los entresijos del mundo del arte. Renzo, uno de los dos personajes clave, representa al artista orgulloso que, displicente ante la comercialidad, se niega a abandonar su estilo y, por tanto, aislado en la misantropía altanera de su torre de marfil, a punto del embargo, vive en una caótica, aunque digna indigencia. El contrapunto a él viene de la mano de su viejo amigo, Arturo, acomodado galerista, que hace lo posible y hasta lo imposible por sacarlo del malditismo y la miseria, sin lograrlo si no es al precio de su propia vida.
Se entiende que así sólo podrá disparar las ventas de las obras del pintor y multiplicar su valor con muchísimos ceros, pues el mismo público que no compraba ni un solo cuadro del artista maldito, cuando aún está vivo, está, sin embargo, dispuesto de modo unánime a hacerlo ahora, después de muerto, a precios exorbitantes.
Demuestra este guión de Andrés Duprat, hermano mayor de Gastón, cómo el gusto del público depende en gran parte de las estrategias de mercado y de la empatía del vendedor, que nunca debe ser el propio artista, quien, por lo general, tiene, como Renzo, una nula empatía con la sociedad.
Sobre esta misma hipótesis y con igual director y guionista, se nos presentó en “El ciudadano ilustre” a un escritor que recibe el premio Nobel como un fracaso por lo que ello entraña de resultar cómodo oficialmente, cuando es su naturaleza la de ser básicamente incómodo.
Pero este supuesto escritor, Daniel Mantovani, no sólo será conflictivo en las altas instancias, sino también en su propio pueblo argentino, “Salas”, del que ha tomado historias reales y, por tanto, poco favorecedoras, para ilustrar sus novelas y que sus habitantes, al regresar después de cuarenta años para recibir un homenaje, le echarán a tal punto en cara que habrá de salir a escape de una localidad, en la que está a punto de caer asesinado.
Por cuanto se puede deducir de estas comedias, los Duprat no creen en absoluto en los artistas freelance, por más que el mercado actual los imponga, pues, según nos dan a pensar; artista, vendedor y empatía social, son todos antónimos.
Si esto es exageración o no, se puede juzgar viendo estas comedias u observando en otras el mal arriba anunciado, porque el gusto por gustar, la necesidad de público, en fin, que es perentoria en el mundo del cine, tan desprovisto hoy día de mecenas, han arruinado las últimas creaciones de directores españoles, de los que se dan en llamar consagrados o incluso canonizados. Podemos decir- aunque no nos gusta nada decirlo- que eso ha ocurrido con “Tiempo después” de José Luis Cuerda; que falla por estar quizás demasiado pendiente de agradar al patio de butacas con lo que ya supone que le hará cosquillas, lo que no suele funcionar, pues el riesgo que el artista asume no consiste sólo en crear estilo propio, sino también en renovarlo. Repetirse a sí mismo no tiene buen fin, si pensamos en películas muy malas del último Berlanga, “Moros y Cristianos”, “Todos a la cárcel”, que, en rigor, dan más paralelismo con este “Tiempo después” de Cuerda que con el mejor Buñuel, al que recordaba “Amanece que no es poco”.
Bajar el nivel por infravalorar al público es otra tendencia que ha salpicado a directores tan serios como Gracia Querejeta quien ha intentado la comedia frenética(“Ola de crímenes”),y a Julio Medem, que ha rondado el idilio bucólico, (“El árbol de la sangre”). Menos giro ha dado Fernando Colomo con “La tribu”, si bien aquel saborcillo del “La vida alegre” es un eco muy lejano en el paladar.
La comedia está cayendo en desgracia, sepultada por los dramones en blanco y negro. Hay que buscar otra fórmula o nos suicidaremos en masa.
Arriesgar, tal vez apostar
por la comedia divina
de comienzo “duro e triste
e de gozoso final”,
cuando se siente, se siente,
aquel estilo de Lope
fablando en nescio a la gente…
Si era lo que quería,
¿por qué no darle alegría?
creando obras a escote
también se la daba él,
dándole tiempo al comer
y al escote a porfía;
arriesgarse, ¿para qué?
No es ninguna tontería,
lo que fue público omnitodo
ya dividido en parcelas,
aguarda y sus armas vela,
consignas y estar al loro,
mascarada, mascarones
y Echegaray, premio Nóbel.
¡Mi vida por un espacio!
(gritan las flores…)
Escribir para quien pague
y dar en lo lisonjero,
buscando lo que le agrade,
siendo un grande pelotero,
antes que Lope, Quevedo,
para decir la verdad,
aunque eso acabe en cárcel,
lo demás es vanidad
y sic gloria mundi transit.
Así lo vio el pintado guacamayo
al descubrir el quehacer de la marmota
y cómo ésta triunfaba a diario:
“Puede que seas, no obstante,
algún precioso animal,
mas yo tengo ya bastante
con saber que eres venal,
que dinero por verte den,
cuando, siendo hermoso, aquí,
todos de balde me ven…
Oyendo esto un mal autor,
se fue como avergonzado.
¿Por qué? Porque un impresor
le tenía asalariado.”
(T de Iriarte, fábula literaria)
Aquella cancioncilla infantil,
no en vano se escuchaba,
en las casas de exiliados,
y de su lucha sin fin…