Artista y animal

15 Jun

Cierto es que Picasso no hubiera sido posible sin la escuela de pintura malagueña. Aprendió de su padre, por ejemplo, la querencia a las palomas y de Carbonero la simpatía al mono.

Es de imaginar que Pablo debió ser muy niño cuando vio la mona que el pintor perchelero había traído de su viaje a Marruecos con el maestro Ferrándiz. Más niño aún que cuando aquel terremoto el día de Navidad de 1884 le causó la soñada conmoción por la que pintaría el Guernica. Tan niño era que tal vez ni siquiera hubiese nacido, pero ya la recordase, tales trampas misteriosas tiene la memoria.

La mona de Pepito Carbonero era muy asustadiza y solía esconderse en cuanto escuchaba un ruido intempestivo, como los petardos que prendían los niños en fin de año. Por eso, fue su terror descomunal cuando, en plena plaza de la Merced, bajo el estudio que ella habitaba, proclamó el cantón republicano el segundo batallón de cazadores de Torrijos con gran alarde de sables y de pólvora. El pobre animal amedrentado fue hallado después del estrepitoso acontecimiento, oculto tras una pila de lienzos, tapadas las orejas con sus manos.

Que ningún mono es igual a otro en el carácter, lo demuestra el valor del mono de Fortuny, que fue el primer pintor en ir al África para ilustrar la guerra y también en traerse de allí un simio por el que hacerse acompañar en su taller. El animal revoltoso y de tendencias pirómanas, se divertía quemando con fósforos las acuarelas con tal entusiasmo que un día se prendió fuego a sí mismo en el estudio romano de via Flaminia, como si fuera un exaltado Nerón.

Desde la campaña de Marruecos, los monos proliferaron en Málaga hasta dar nombre a la plaza de la Victoria y, de entre ellos, se hizo célebre el mono Perico, que, al quedarse viudo de su pareja de hecho, Pilita, se consolaba en la jaula sin pudor ante las tiernas miradas infantiles, que le arrojaban cacahuetes, para que así no le faltasen energías en aquellos enérgicos juegos malabares, de los que se sentían tan maravillados.

Por aquella tradición malagueña de los monos, Picasso se procuró algunos en sus domicilios itinerantes; un macaco africano lo acompañaba en Bateau-Lavoir y otro de su misma especie en Cannes. Pero no eran los únicos animales que le hacían compañía, pues como afirmaban sus amigos, cada taller suyo era como el arca completa de Noé; perros, gatos, palomas, peces, loros, lechuzas y cabras, que le servían de modelos, inspiración y solaz y le daban confianza. Diría una de sus compañeras, Françoise Gilot, que «los bichos estaban exentos de las sospechas con que miraba a sus amigos».

Los animales para Picasso eran también simbología, como se aprende en esta magnífica exposición de la Fundación Picasso, comisariada por el experto picassiano, Rafael Inglada.

El bogavante que, en el surrealismo de Dalí, era un objeto sexual por comestible, muy del agrado del pintor costeño en Portlligat, para Picasso representa la amenaza, en cuyo contrapunto está el pez sosegado como homenaje al mediterráneo natal y los días azules de la infancia.

El caballo muy presente en tiempos de historia inquieta es la guerra y el toro, la fuerza, la cabezonería, la potencia masculina, asociada a la corrida, y al propio Picasso, quien, con estatura mitológica, fue bautizado como Minotauro y que tal vez sugestionó a Isabel Allende para que creara ese personaje tan viril de el malagueño en Inés del alma mía.

De la lechuza tiene, como Minerva, los ojos inmensos y penetrantes que trabajan de noche con luz propia. Y del perro, en fin, no tiene nada. Para Picasso, el perro es el carácter distinto y complementario; el testigo leal y sumiso que necesita en sus periodos de creación. Tuvo muchos, muchísimos, hasta sus últimos días.

Decía un amigo que el carácter de las personas podría definirse según sea su preferencia por los perros o por los gatos. Por lo general, los escritores se decantan por los gatos, misteriosos y altivos, elegantes y escépticos, amantes del silencio y de la noche; benefactor espacio para la creatividad literaria.

Hay una chispa de empatía que salta entre esas criaturas de natural huraño e independiente, el escritor y el gato, y llega a ser vínculo perfecto de dos soledades que se acompañan. Antipáticos oficiales como Bukowski, Edgar Allan Poe o Jean Paul Sartre cedieron a sus encantos y, a partir de ahí, la nómina es infinita; Emily Brönte, Baudelaire, Herman Hesse, Truman Capote, Ernest Hemingway, Julio Cortázar, María Zambrano, Pablo Neruda o Jorge Luis Borges, que le dedicaron prosas y poemas admirables; No son más silenciosos los espejos/ ni más furtiva el alba aventurera/ eres, bajo la luna, esa pantera/ que nos es dado divisar de lejos/. Por obra indescifrable de un decreto/ divino, te buscamos vagamente/ más remoto que el Ganges y el poniente/ tuya es la soledad, tuyo el secreto/.

A menudo es el gato el que busca al escritor y no viceversa. Contaba la poeta Rosa Romojaro, que había aparecido una gatita preciosa en su jardín con intención de quedarse. Es seguro que no fue casualidad, la felina fue llamada por su instinto al hogar adecuado, entre los versos. Ha elegido la mejor compañera.

Pero no es cuestión de simplificar, a veces el mejor amigo de una poeta es alado. Mertxe Manso me hablaba de pájaros libres que vuelan por su casa y de un loro, que, de aeropuerto en aeropuerto, lleva en sus viajes por el mundo. Poeta pirata fue también George Brassens con su loro en el hombro, y con sus gatos…

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