Pues estamos a un paso de la primavera, es el momento ideal de hacerse una escapadita a Cabra. El viaje es muy corto para cualquier andaluz, ya que el pueblo está situado en la Subbética, el corazón de la región.
Que la lluvia no nos haga desistir; Cabra se puede visitar muy cómodamente debajo de un paraguas y no pierde ni un ápice de su belleza por el don del agua, que es, precisamente, la que le da nombre; Ik-ábra, que en celta, significaba “fuente de salud” y, siendo traducida como “Igabrum” por los romanos pasó a denominarse Qabra, debido a una mala pronunciación de los conquistadores árabes.
De modo que, aunque en el escudo de la ciudad esté presente el animal cornudo, nada tiene que ver con su denominación original ni su idiosincrasia. Los habitantes de Cabra son egabrenses a mucha honra y, por cierto, la mar de acogedores, que ya en su sesear cordobés hay algo de afectivo y reconfortante.
Cabra no es buen lugar para sufrir; eso explica que sea la ciudad natal de Juan Valera; el escritor más hedonista del siglo XIX, cuya ruta, surtida de placeres, como es lógico, nos proponemos seguir.
Para alojarse en Cabra, yo recomiendo el hotel “Villa María”, que es un palacete de corte modernista, protegido oficialmente como bien artístico. Me maravilla su decoración art decó, su precio económico y la atención familiar de sus propietarios. Y, por supuesto, también me maravilla desayunar en el salón una tostada con el célebre aceite del terreno antes de emprender la ruta.
Por la salida lateral del hotel encontraremos el parque Alcántara Romero, donde hay un busto del autor, en cuyo pedestal se lee la gratitud del gobierno de Nicaragua por el reconocimiento de Valera a la obra de Rubén Darío.
A la salida del parque, hay que dirigirse a la izquierda, calle abajo, para hallar la plaza Aguilar y Eslava, donde se encuentra el instituto del mismo nombre y la parroquia de Nra Sra de los Remedios. El instituto, antiguo colegio de la Purísima Concepción con una antigüedad de más de 300 años, es de una prodigiosa belleza por su fachada barroca y su patio claustral con dos plantas y doble arcada sobre columnas toscanas llamado “Patio de cristales”. En este centro ejerció de profesor Juan Valera y a él donó su valiosa biblioteca.
Pero Valera no fue el único habitante ilustre de Cabra, en sólo unos pasos más encontraremos la estatua de Cervantes, que estuvo vinculado a esta ciudad por ser su abuelo su alcalde como demuestran las observaciones sobre tierras egabrenses que incluye el autor en “Viaje del Parnaso”, “El coloquio de los perros” e incluso “El Quijote”. Entre otras hipótesis, está la de que Miguel de Cervantes fuese cordobés.
Dos minutos más de paseo y, en la avenida José Solís, nos encontramos con la casa natal de Juan Valera, ahora convertida en Conservatorio de Música “Isaac Albéniz”. Se llama así porque este artista compuso una ópera sobre el argumento de “Pepita Jiménez”; la más famosa novela de Valera.
Frente al conservatorio un callejón nos lleva al Círculo de la Amistad en el nº1 de la calle Cervantes. Se trata de un casino ideado para distraer los ocios culturales de la ciudad y servir de escenario de tertulias, como atestigua Juan Valera en algunos pasajes de “Pepita Jiménez”. El edificio, de sabor decimonónico y, en su interior el amplio patio andaluz con fuente al centro entre macetas y arcos cubiertos de hiedra no ha cambiado nada desde entonces. Aquí hay que quedarse un rato para saborear la historia y una cervecita con unas almejas, gentileza de la casa, tan frescas que aplauden en el plato.
Después de este ratito, calle arriba vamos al museo arqueológico y biblioteca en igual edificio. El museo que es gratuito alberga proyecciones en 3D sobre los primeros pobladores rupestres de la ciudad y recrea un templo alucinante al Dios Mitra, perteneciente a la casa Mitra, de la que se conservan mosaicos espectaculares. La biblioteca tiene fondos de Juan Valera.
Nos vamos encantados por las explicaciones y amabilidad de la encargada y deshacemos el camino hasta la casa natal de Valera para bajar la calle hacia la plaza vieja. Desde allí se divisa a lo alto, el barrio medieval de la Villa; el más antiguo de la ciudad. En él descubriremos la muralla del siglo XI y el impresionante castillo de los condes de Cabra, de sabor árabe, a cuya entrada se halla el monumento en memoria de un ilustre poeta egabrense; Muqaddam ibn Muafá al Qabrí, inventor de la moaxaja y la jarcha.
Hay que bajar de nuevo la cuesta para alcanzar el barrio popular del Cerro, pero merece la pena traspasar la entrada, a modo de arco árabe, para perderse por las callejuelas pobladas de casitas encaladas con floreados balcones que describió Valera en su Pepita.
Oscurece y ya es hora de reponer fuerzas en un bar o restaurante. Cabra es un lugar idóneo para ello. Se tapea o se come formalmente fenomenal a precios muy asequibles. Hay locales por todas partes desde la plaza vieja a la plaza del Ayuntamiento, donde está el mesón San Martín.
A la mañana siguiente toca excursión por las afueras para visitar la Cruz del Atajadero, lugar de leyenda propia, y la Fuente del Río, nacimiento del río Cabra, lugar de las festivas romerías de la Virgen de la Sierra, que se halla alojada en una gruta monte arriba en un entorno natural de belleza incomparable.
Si queda tiempo hay que ir a Doña Mencía, aldea de los ancestros de Valera, donde se inspiró para escribir “Las ilusiones del doctor Faustino”; vivir su magia y comer caracoles y huevos de avestruz. Si no, se deja para otra ocasión. Si hay algo que es mejor que ir a Cabra, eso es volver.
En clave responsorial
Salirse de una mismo para darse
a los otros, es cosa de otro tiempo.
En los años 50 del Siglo XX,
el mundo compungía su eje
doblado por barbaries y crímenes.
Aquel hombre se sale de sí mismo
en forma de catarsis, y rompe
su pasado de Parnaso para -nueva
mirada, nueva voz- escribir
la conciencia de un pueblo perdido
y perdedor. Nacerse a otra poesía.
Una inmensa mayoría espumea
por sus ojos -del poeta- lo que fuera
soliloquio un tiempo atrás.
Aquel tiempo ha pasado, ya no
vuelven las tropas de la sangre
a unirse en leucocitos, blancos
pañuelos de paz, egos fundidos.
Hoy, la guerra es un minuto
en los telediarios, y los muertos
son seres fabulosos, casi mitos
de tiempos muy lejanos, teóricos
constructos, material de mitólogos.
Los campos de batallas son palabros,
topónimos que no están en los mapas.
Ya no existen los otros, Blas de Otero.
Vivimos un tiempo intransitivo,
no hay sujeto directo a quién llevar
acciones, y el objeto indirecto es
un les tan vacío que apenas tiene
el pulso necesario de las oraciones
del mundo del poeta que firmó
a píe de página su Inmensa Mayoría.
El canto es a uno mismo,
y de uno son las cuentas, el metal
numerario, facturas y recibos,
ascensos y medallas sobre el pedestal
de esta meritocracia que sólo adosa
en otros los chalets residenciales y una
suerte de enganches de la grúa,
porque aparcaste mal en doble fila.
Todo es de uno, la soledad sonora
es canto de solista. Si acaso son
de otros, a saber: la novia que te
dejó por otro, el Otro de Machado,
porque es suyo, la hipoteca del banco,
y la caja final que te has pagado a plazos.
Un abrazo, Lola.