La caridad como síntoma

9 Dic

Vuelve la caridad, que es propia de tiempos de crisis y de países donde no funcionan las políticas sociales y, por lo tanto, el progreso que tendría que ser ya un hecho consolidado en pleno siglo XXI.

La caridad es un retroceso a épocas pretéritas y nos devuelve el aliento en blanco y negro de algunas películas de posguerra con pobres hambrientos a la intemperie y, más atrás aún, a esa novela de Benito Pérez Galdós, llamada “Misericordia”, que contaba carestías del siglo XIX, donde las mendicantes formaban cofradías con sus propias leyes y sus normas. Y también con su propia picaresca.

Cuando la limosna es una práctica plausible, hay siempre espabilados con ardides que aprovechan la ocasión de sacar provecho de dicha práctica. Al margen de una mayoría que pide por necesidad, también se encuentran los oportunistas que piden por vicio.

Ya los malagueños, Francisco Flores García y Juan José Relosillas, en artículos decimonónicos, hablaban de “La pobre vergonzante”; una mujer bien compuesta y trajeada que se acercaba en las calles más bulliciosas entre tiendas y cafés al transeúnte para ponerle al corriente, en un murmullo, de cuánta era la necesidad que la impelía para afrontar el gran bochorno que le causaba pedir.

Éstas eran, dentro de la anécdota, una modalidad, aunque había otras que, cultivando la imagen harapienta, después de décadas de limosneo, aparecían cualquier día fallecidas en un domicilio miserable con una fortuna en billetes y monedas como relleno del colchón y los calcetines. La mendicidad ha dado coartada a demencias avariciosas y a trapacerías como la de exhibir una falsa ceguera o llevar muletas para piernas sanas. Ingenios que, sin embargo, sólo son explicables y coherentes en una sociedad todavía atávica. Y que nunca tendrían que parecernos sino reliquias propias de épocas remotísimas sin posibilidad alguna de regresar a la escena actual.

Pero, cuando esperábamos lo mejor del futuro, ha vuelto lo peor del pasado. Para paliar las miserias sociales no nos basta con pagar impuestos, sino que hemos de arañarnos un poco más el bolsillo para ejercer la caridad a falta de que los gestores, también pagados por nosotros, no tomen cartas en el asunto.

Los gobernantes, que saben que a este pueblo no le falta paciencia ni buen corazón, dejan que sea él mismo quien se encargue de aliviar las desigualdades que ellos mismos fomentan. Así la caridad ha vuelto a imponerse en nuestras costumbres no sólo para provecho de los malos gestores, sino también para el de los pícaros que, en un ambiente caldeado para la solidaridad, encuentran la ocasión de jugar a su favor la baza de los buenos sentimientos colectivos.

Como Fernando Blanco, quien ideó una muy conmovedora estrategia para engrosar sus cuentas bancarias al pedir para su hija de 11 años, Nadia Nerea, presuntamente aquejada de tricotiodistrofia, el capital necesario que le costease un tratamiento “no permitido en España”. Por supuesto, la operación dio resultado. Las lágrimas de este padre atormentado, paseadas por los platós televisivos, y las fotos besando a la niña, publicadas en Facebook, enternecieron a los ingenuos destinatarios anónimos que no dudaron en hacer sus donaciones sin pararse a sospechar los antecedentes penales que tenía ya el sujeto por estafa. La primera, con pena de prisión por apropiación indebida de 120.000 euros de su empresa y la segunda por pedir un préstamo para comprar un coche. Si bien, todavía habrá quien diga que estas estafas son pecata minuta en comparación con las que han perpetrado esos otros grandes pícaros que, a la postre, se fueron casi de rositas. Fernando Blanco, en todo caso, no es sino un granuja de medio pelo en un medio de granujas con toda la barba, que se ha valido para pedir de un truco tan viejo como el hambre. Era fórmula de gran éxito en anteriores tiempos de carestía pedir limosna con un niño en los brazos. De modo que los bebés, a tal objetivo, a la postre se prestaban, se alquilaban o se sustituían por muñecos bien envueltos en mantitas.

En cualquier caso, si la estafa lo fue o no, queda pendiente de los resultados médicos que arrojen los análisis. Todavía pudiera ser que el sospechoso, sufriera una injusticia como él sostiene. Pero, en definitiva, después de todo, lo que ha quedado claro es la ingenuidad y la calidad humana que tiene la gente de a pie en este país. Esa masa anónima capaz siempre de conmoverse por las desgracias ajenas, de dar casi lo que no tiene y confiar en quien no se lo merece y que, de ningún modo, se merece lo que le está pasando.

 

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