A esa hora inclemente de un mediodía de mayo con un sol frontal más propio de pleno agosto actuaron los surferos barbudos (The Surfin Beards) en el Campus de El Ejido con motivo del UPHO Festival. Les tocó la china del horario a las 14:30, precisamente cuando llega al estómago la llamada del almuerzo y, quienes no están comiendo en casa, llenan las terrazas de los bares, combatiendo el calor con unas cañas fresquitas a la sombra.
Parece que en los programas de conciertos rockeros tienen la zona preferente de la noche los chiquitos pintones, que le dan más imagen a la cosa a base de musiquita en lata, que la muchacha rubia ameniza con maullidos incongruentes de gatita recién capada. Es el futuro, dicen. Pues vaya.
Los Surfin Beards tienen la imagen curtida de los rockeros de siempre, con melenas canosas y unas camisas hawaianas muy lavadas, dispuestas al sudor propio de quienes toman el escenario como un campo de batalla. Como no tienen solista, hacen cantar a sus guitarras con una potencia y un virtuosismo, fruto de largas horas de ensayo, que, sin embargo, no deja ver las costuras; ese golpe de elocuencia, que ha encallecido las manos a fuerza de trabajarlo y parece saltar luego por los aires indoloro y espontáneo. Cuanto más verdadero es el arte, menos denota el tiempo que se le dedica, que es muchísimo cuando consigue este efecto.
La actuación magistral merece un lleno, pero el público es escaso. Hay algunos niños, los hijos de los rockeros, algunas mujeres, sus parejas, y otros cuantos que hemos decidido cambiar el almuerzo por el cartón de croquetas o patatas del quiosco y el tanque de cerveza en vaso de plástico, que sabe a gloria cuando la música es un milagro que relativiza cualquier circunstancia. Llegado un momento, todo parece encajar en la escena de un western al que el grupo da su adecuada banda sonora. El sol a sol del mediodía y la película de calima que forma el calor y da aspecto de espejismo a la aridez de esa explanada del parking, recrean perfectamente el clima (y el clímax) de una película del Oeste.
El rock, en todos sus estilos, es una pasión que se impone a cualquier horario y a cualquier circunstancia y quien lo siente, lo da todo por él, más allá del lucro, que puede ser poco o ninguno. Los rockeros se crían en los barrios y algunos, enriquecidos, se trasladan de allí a vivir en mansiones de urbanizaciones lujosas, pero la mayoría se queda en el barrio para siempre. Son currantes que, al terminar la jornada, se quitan el mono de trabajo y se enfundan la chupa de cuero para ensayar en el taller o el garaje que hayan alquilado con sus vecinos del grupo en lugar de irse a su casa a descansar y ver la tele. No es que no tengan familia que les espere. Su vida sentimental no es tan azarosa como las de las grandes estrellas. Tienen mujer, la de toda la vida, hijos y, con el tiempo, nietos, que ya incorporan entre sus rutinas que el abuelo, cada tanto, se suelte la larga cabellera blanca y se suba a un escenario, preso de ese intacto frenesí que no remite con el pasar de los años.
En las familias de los rockeros se produce un desfase generacional; ellos siempre son más jóvenes que los hijos, que por contradecir la genética, les salen formalitos y con ganas de orden y empleo fijo en oficina. No es que le parezca su viejo un mal tío, pero, por lo que le toca, prefiere acomodarse y no apostar por una revolución que no va a llegar nunca.
Aquellos rockeros que pusieron letra en español al rock para dar una nueva modalidad a la canción protesta en los 80 y los 90, que profetizaron las injusticias sociales que ahora, crecidas al extremo, tanto nos golpean, se ven relevados por nuevas generaciones, educadas en la globalización, que cantan en inglés; la lengua del imperio. En tiempos de aparente prosperidad en los que aún no se podía sospechar la que se nos iba a venir encima ya denunciaban la corrupción, la desigualdad y la manipulación de las mayorías. Formaron grupos como Leño, Obús, Barón Rojo, Ska-p, Mago de Oz, La polla records, Fe de Ratas, Okupación, Reincidentes y Los Suaves y eran la contra de los tecno con Mecano al frente; ese grupo para pijos, una actualización cursilita de Mocedades que le enseñaron al personal un bailecillo algo cojitranco.
Los rockeros de barrio cantaron a una crisis que entonces no veíamos, pero ellos sí, tal vez porque la crisis llegó antes a sus barrios o porque de allí nunca se fue. De todos aquellos, la cara más reconocible es Rosendo, que ha rechazado que le pongan una estatua. “Porque es mejor invertir ese dinero en otras cosas que hacen más falta” y porque hacer una estatua de un hombre vivo es como darlo por muerto. Y ya sabemos que los viejos rockeros nunca mueren. Menos mal.
Rockeros de barrio
20
May
Woodstock, contracultura
contestataria,
contra la alienación,
Jimi Hendrix puntea
en su guitarra
bajo la lluvia sin voz
y con lágrimas
el himno a esa bandera
americana,
tachonada de estrellas…
Peace and rock
la música como protesta
y esperanza
soñando un mundo mejor
entre danzas
de los hippies de floresta
tornando lanzas
por arco iris, mucha siesta
y marihuana…
Luego vino Riddley Scott
sus replicantes
de un futuro aterrador
y sus aliens
y todas esas naves ardiendo
más allá de Orión…
Aquí se me rebela el cuerpo
¡Larga vida al rock and roll!