Yo era esa persona que pasaba por allí. Un trabajador o un estudiante. Alguien cualquiera que llega a un viernes con tantas ganas que no lo disuade de salir la superstición de que caer en trece lo malogre. Felizmente aliviado, había dado fin a mi semana laboral o había pasado a limpio mis apuntes y buscaba, entre la oferta de ocio, alguna ocasión para distraerme; un concierto, un partido de fútbol, una copa o una cena en algún restaurante.
Yo era uno de los que estaban en la sala de fiestas Bataclan. Era un parisino de toda la vida de sangre francesa o un argelino o un marroquí que nació o vivió siempre en Francia o también un español que estaba de paso. Yo acogía mi fe o mi falta de fe sin dañar a nadie en la ciudad de las luces que siempre tuvo cabida para la tolerancia de ideas y confesiones y, sin fanatismos, era católico, ateo o musulmán. Un individuo de tantos que cree o descree en libertad, respetando lo que crean o descrean los otros.
Yo era, en fin, un francés de la Francia, natal o nacionalizado, o un inmigrante que había ido allí a buscarse la vida o, simplemente, un turista que pasaba un fin de semana con su pareja en la ciudad más romántica del mundo. Yo, como tantos otros, estaba cenando en una terraza o escuchando un concierto, cuando sobrevino el tiroteo y nos dijeron “os vamos a hacer lo que vosotros nos hacéis en Siria” y caí al suelo, abatido por las balas, sin entender nada, porque, como los demás, yo no había hecho nada en Siria. Y si acaso conocía Siria era porque había pasado allí algunos días de vacaciones, aprovechando la oferta de alguna agencia de viajes.
Yo, en realidad, no sabía muy bien qué pasaba en Siria, si no era por esos vagos reportajes que dan en los informativos; un eco de una realidad, inconcebible por lejana, que siempre se cree que jamás va a inmiscuirse en nuestras pequeñas vidas. Y, sin embargo, he muerto por Siria, por un presunto crimen que nunca cometí, sin querer morir ni por Dios ni por Alá, ni por los sacrosantos intereses de la macroeconomía. Yo soy, en nombre de todos, el reo que se condena sin causa; el Josef K. de “El proceso”, el hijo Isaac que ve alzarse sobre su cuello el cuchillo del padre y pregunta por qué.
Yo soy esa multitud que quiso la paz y se lanzó a la calle a gritar “OTAN no” y también esa otra (en sustancia, la misma) que dijo no a la guerra de Irak. Esa multitud perpleja a la que explicaron que las guerras eran necesarias por su bien. La que también habrá de morir en cualquier lugar del mundo si es “necesario” como lo hizo en las torres gemelas o en Libia o Afganistán o en la propia Siria. En cualquier país donde se decida que hay que batir las armas en nombre de una razón que nunca voy a entender.
Yo soy esa multitud que tanto suma y cuenta tan poco. Esa muchedumbre con la que jamás se cuenta para las grandes decisiones, aunque, a veces, se atreva inocentemente a querer decidir.
Yo fui el gentío que, en occidente, no quiso conflictos bélicos, pero también el joven que esperaba con ilusión la primavera árabe en la plaza de Tahrir. La pobre mayoría defraudada a la que no se hace caso.
Yo soy, en esa misma masa, el que espera y también el que huye cuando nada parece tener solución, cuando ya no queda otra salida. Soy el sirio que, sin querer morir ni matar, en nombre de una guerra que no comprende, busca refugio en otro país. Soy el refugiado al que, a partir de ahora, se mirará con sospecha. La patata caliente que querrán soltar cuanto antes los países civilizados. Un individuo marcado que no encontrará salida ni en su país ni en las cerradas fronteras del exterior.
Soy el francés que murió en la sala Bataclan, pero también el pasajero ruso de un avión que se estrelló en Egipto; un hombre, una mujer o tal vez un niño.
Yo soy, en fin, el bulto anónimo que aparece como fondo de foto, cuando los grandes hombres se estrechan las manos en momentos históricos. Soy el que pasaba por allí y no mató ni murió por nada ni por nadie; ni por Dios, ni por Alá, ni por las ideas o el becerro de oro, sino sólo por una puñetera casualidad. Porque su vida, como la de tantos otros, resulta prescindible para la historia.
Yo soy, en fin, la población civil, el daño colateral, la carne de cañón de cualquier guerra o atentado, cuyos motivos siempre me serán ajenos.
De alguna manera, ya nos vamos enterando también, en las calles de Occidente, de lo que vale un peine…de ametralladora, con todo lo trágico que pueda parecer ante nuestros atónitos ojos. Aquellas tragedias, tan lejanas el otro día como las clásicas griegas, nos las han metido directamente en el salón de nuestra apacible casa europea, que lleva camino de convertirse en el patio trastero de algo, con toda su carga hipotecaria y otros gravámenes. Dicen que el principio fue Afganistán y su incipiente laboratorio de islamistas (patriotas entonces) allá por finales de los setenta, avalado por USA, al tiempo que el ayatollah Jomeini era protegido y mimado de Francia…
Aquí nada, bueno sí, OTAN no, Bases fuera y todo aquella ingenuidad que hizo que algunos nos creyésemos a pie juntillas el manifiesto del XXIX Congreso del PSOE, en el 81, donde Javier Solana expuso aquel documento titulado “50 razones para decir NO a la Otan”; que si enorme gasto militar, nuclearización del país, que la democracia española no podía ser amiga de regímenes totalitarios como Grecia o Turquía…A mediados de los noventa y en adelante, mientras los ciudadanos europeos occidentales dormitaban, tal que el que oye llover, el flamante Secretario General de la OTAN, Javier Solana, a la sazón “Mister Pesc”, se jactaba de los democráticos bombardeos, que estaban salvando muchas vidas en según qué sitios de Yugoslavia. En otros fulminaban vidas y haciendas de miles de personas, como “mal necesario”….Ni una pancarta, eso.
Hoy, la diferencia está en que, de un tiempo a esta parte, muchísimos se han hecho expertos en geografía, geopolítica etc. Y ya van tomando conciencia de que los atentados de Beirut, por ejemplo, ocurridos justo un día antes, tienen el mismo valor que el de París, si bien las redes sociales apenas se hicieron eco de los mismos. Y que no vale echarle la culpa al propio gobierno de algo que, por acción u omisión, atañe a todos y todas, como la bondad o la maldad.
Suerte a tod@s
Desde luego, como los frentes nos caen tan lejos, creemos que no estamos en guerra, pero sí lo estamos “en guerras” desde hace muchos años. Lo saben las tropas españolas que, de hecho, combaten allí, pero estos militares no hablan de eso y ojos que no leen…
Después resulta que encima vienen represalias y nos abren frentes también en nuestras vidas apacibles, por más que nos empeñemos en negar esas realidades tan molestas. Ahora porque salpica, duele. Y, cuando no salpique, ¿nos importará la suerte de los soldados españoles que vayan a Siria? ¿Y aún menos la población civil siria que muera allí?
Oye, yo seré cuervo ingenuo, pero sigo, hoy más que nunca, sin apearme del no a la OTAN.
Bueno, digamos que ser socio de pleno derecho de la Otan era la principal contraprestación que España aportaba a su entrada en el Mercado Común, ahora CE. Y de ahí, al cielo en que nos movemos. Aunque a mí tampoco se me olvida aquella pintada en el muro del Hospital Civil, frente al recién inaugurado Materno: “La reina inaugura el Materno Infantil / la Otan los hará morir…” un pareado asonante que ya sonaba desfasado y tétrico. Pero sí, el “No a la Otan” debe quedar impreso en la memoria con la categoría de lo que realmente fue: un sueño, ese recuadrito adjunto, a modo de bandera, que apenas luce si no te acercas mucho a él. Digamos la antigua insignia de la URSS, a la que se permite desfilar, junto a las patrióticas banderas nacionales rusas, con ocasión del aniversario de la victoria sobre la Alemania nazi.
Ya lo dijo el clásico: de toda la memoria, solo vale el don preclaro de evocar los sueños. Por ahora…
Si debemos renunciar a los sueños ¿tenemos que resignarnos a las pesadillas? Vamos, digo yo…
¿Renunciar a soñar…? Eso ni en las peores circunstancias, hasta ahí podríamos llegar…
SERAFÍN EL BONITO.- ¿Dónde vive usted?
MAX .- Bastardillos. Esquina a San Cosme. Palacio.
UN GUINDILLA.- Diga usted casa de vecinos. Mi señora, cuando aún no lo era, habitó un sotabanco de esa susodicha finca.
MAX .- Donde yo vivo, siempre es un palacio.
EL GUINDILLA.- No lo sabía.
MAX .- Porque tú, gusano burocrático, no sabes nada. ¡Ni soñar!
SERAFÍN EL BONITO.- ¡Queda usted detenido!
MAX .- ¡Bueno! ¿Latino, hay algún banco donde pueda echarme a dormir?
SERAFÍN EL BONITO.- Aquí no se viene a dormir.
MAX .- ¡Pues yo tengo sueño!
Pues hala, a soñar
Qué ciegos estamos los que soñamos. Yo también me siento Max Estrella o, mejor dicho, Max se estrella.
Vaya, así revinando y visto que Mala Estrella es el seudónimo de Máximo Estrella…he llegado a la conclusión que es muy loable el que te sientas tan identificada con el Málaga cf…