Después de viajar por tantos lugares, de lo que he hecho un placer y, en cierto modo, un oficio, he llegado a la conclusión de que mi verdadero paraíso se encuentra muy cerquita. Justamente en la extensión de playas que van desde Bolonia a Conil de la Frontera.
Cuando atravieso algún momento difícil en mi vida, siempre vuelvo a buscar un lugar para tender la toalla sobre la grata suavidad de sus arenas blanquísimas y perder mi mirada en el generoso océano de aguas transparentes que riza la espuma de las olas, que lánguidas o encrespadas, según sople el levante, traen a mis oídos el mensaje exacto y milenario de la naturaleza. Entiendo su lenguaje, que, a veces, se contagia bravío con el rugir del viento, colmándote de energía, y otras te llena de calma con sus dulces y rítmicos susurros.
Hace dos semanas estuve allí y, contra todos los pronósticos metereológicos, que prometían clima apacible, el cielo amenazaba con una artillería de nubes negras y el levante tan furioso como nunca lo recuerdo envolvía, a cuchillazos, los cuerpos de los bañistas en una tenaz tormenta de arena, que nos cegaba los ojos. Si fuese supersticiosa, pensaría que aquella intempestiva cólera traía un mal presagio; que anunciaba una tragedia. Y creo ahora que, después de todo, así fue.
Mi móvil sin conexión ni batería no me pudo advertir de lo que ya me decía aquel crepúsculo fúnebre y violáceo. El sol sepultado en el mar, dio paso a una noche negrísima y ventosa que amenazaba con arrancar de cuajo las palmeras.
Conocí estos lugares, hace muchos años, gracias al viaje que hice con una amiga; mi mejor amiga. Yo estaba pasando por una fuerte ruptura sentimental, quizás la más traumática de toda mi vida, y ella pensó que me aliviaría acompañarla. En estos casos, nada hay como cambiar de aires. Otro de sus objetivos era presentarnos al hombre de su vida, José María Luna, que era natural de Barbate. Digo presentarnos porque, en la comitiva, iba también mi prima Loles como cupo del tribunal implacable que suelen ser las amigas frente a un nuevo candidato. Estábamos dispuestas a escrutarlo y, con ley severa, a suspenderlo al primer fallo. Más aún yo que, en ese momento, odiaba a todos los hombres.
Vino con un amigo a recogernos del autobús en la Barca de Vejer. Magdalena, la enamorada, lo recibió con los brazos abiertos y mi prima y yo con gesto hosco y miradas hostiles. No estábamos dispuestas a ceder ante el extraño y, en los sucesivos días, lo sometimos a toda clase de desaires que él, por su parte, afrontaba como un buen gaditano la mala uva del viento de levante. O sea, con una paciencia y un buen humor al que era imposible resistirse. Por otra parte, cuando veía cómo se abrazaban entre carcajadas a la orilla del mar, Magdalena y él, no podía admitir sino que eran la pareja más feliz que había visto en mi vida. Y qué se le puede desear a tu mejor amiga, sino la felicidad absoluta.
La aventura de Magdalena con su novio barbateño se transformó en una relación sólida de más de veinte años. Gracias a José María, ella conoció la estabilidad sentimental y que no sólo el amor; sino también la risa, la complicidad y el compañerismo pueden ser el pilar básico de una pareja. Yo que entonces estaba sola le suplicaba; búscame otro igualito, por favor.
Y es que la bondad y la generosidad de este hombre no se limitaba a su mujer. Se volcaba con sus amigas, sus amigos, incluso con su exmarido y con Antoñito al que, sin exclusividad, trataba como a su propio hijo. Y con la misma dedicación cuidó a su suegro hasta sus últimos días.
Cuando recuerdo a José María, sólo me viene a la cara, una sonrisa. Era gracioso, ocurrente, con ese talento para hacer reír que sólo tienen los mejores gaditanos. Con esa chispa crítica, sana, e ingeniosa para aplicarle un juicioso análisis a la realidad actual de la que estaba muy al tanto.
Era un atento lector de periódicos, semanales y publicaciones de cine que complementaba con su hacer como bibliotecario. Aunque nada que ver con un ratón de biblioteca.
Me parece muy raro ahora hablar de José María en pasado, aunque me mueve a ello una ya resignada certeza. Mientras estábamos en sus playas, él se desplomó por un infarto cardiaco en la calle de una urbanización de Granada. Así, de la noche a la mañana, con sólo cincuenta y tres años. Si hay Dios que nos lo explique, que nos diga por qué se tiene que llevar a los mejores.
Lord Byron dijo que los amados de los dioses mueren jóvenes, pero me cachis en Lord Byron ahora mismo.
Mi móvil modernísimo e ineficaz no me supo traer aquella tarde la noticia de la muerte de este gran amigo, pero la naturaleza de sabiduría milenaria se puso en pie y desordenó el paisaje con el rugir del levante sacudiendo las arenas y encrespando las olas, soliviantada por el cerco de las nubes negras. Ni siquiera la naturaleza, que es madre, comprende por qué ley le arrancan a uno de los suyos.
Muchas gracias por su hermoso artículo. Me ha recordado la marcha antes de este verano de un buen amigo de Nerja, Gabriel López, Gaby. Compartimos ilusiones, planes y risas, muchas risas…que al final es de lo que se trata.
Gracias, Sra. Clavero.
Gracias a ti, Agustín. Me gustaría que escribieses aquí algunas líneas sobre tu amigo Gaby. La memoria de nuestros mejores amigos no merece ser diluida en el anonimato. A ellos les debemos lo mejor que nos pasa en la vida y su muerte nos condiciona más que las de aquellas celebridades que nunca compartieron nuestras reuniones ni conocimos como humanos. Nuestros amigos no tendrán estatuas ni placas conmemorativas, pero sí esas palabras sinceras, salidas del corazón, que valen más que el mármol y que el oro, pues en ellas pesa de verdad el cariño y no el ejercicio de estilo ni el afán de lucimiento.
Emotiva dedicatoria a la amistad de ese amigo que ya no está, Lola; ese trocito de felicidad verdadera que se nos va de golpe y que muchos ubican después, para tenerlo siempre a la vista, en alguna estrella. Pese a lo azaroso de la existencia, la verdad es que nos estamos yendo demasiado pronto, sin tiempo para decir ni adiós y cuando se trata de un amigo, que ha convertido nuestro tiempo en algo valioso, siempre nos deja ese espacio vacío, pues, al decir del propio Aristóteles, la amistad no es un aliciente más, entre otros, para una vida feliz; es lo más necesario y nadie querría vivir sin amigos, aun estando en posesión de otros bienes…
Un abrazo y mucho ánimo, Lola
Ay, de verdad, que estoy triste, ya ni me sale la elocuencia…Muchas gracias, Winspe!!!